Se anuda la voz alrededor de un mástil invisible que me creció durante las tormentas de mi infancia.
La espiral que describe al completar el nudo es tan veloz y me marea a tal grado que pido clemencia. Está apretado al punto de que la palabra más venenosa (conozco mujeres que las fabrican con leche de murciélago, colas de lagartija, extractos de plantas urticáceas y zumo de frutas incomestibles) queda atrapada en el corazón interior del lazo.
Oigo la castañuela de las bocas emitir golpes secos, golpes de madera que se rompe contra el manto líquido del aire.
Mientras me dicen de cosas, las manos de mi voz salen, al unísono, del tronco de mis cuerdas vocales. Describen la espiral que se parece al caduceo, atrapan lo que yo iba a decir y lo añaden al nódulo, ya de por sí muy ceñido, como una vuelta más.
Tomado de Razones para la redención del zafiro, Ed. Filodecaballos, Guadalajara, México, 2003.
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