Como un alto vuelo blanco de garzas temprano se convierte
en inferior cometa a ras de lomo
sin grabar las vísceras que aflige la balanza,
así los pensamientos de un día con su noche
(a qué hora comenzará la carne a oír),
flores de dos esmaltes, son religiones hondas donde
dormita el riesgo
al murmurar: amoneda tu rostro y has de amanecer tirano.
¿Caerán estrellas pronto (bastantemente, demasiadamente)
o tan sólo el domingo, soplado de cacao, jugar que defeca
una vez por semana?
Pues ya en las sobremesas entre Abel y Caín
-donde tantas figuras fueron desplumadas-
se habló de cuatro cocoteros heridos de centella y en medio,
necesario, el primer patíbulo.
Junto a los manantiales descubrían ambos hermanos a
doncellas y más doncellas con lágrimas tatuadas
y coronas de cartón caídas al cauce fresco y reciente. ¿Los
embaucaron? Poco interesa.
Hoy, un beso entre las clavículas -palillos de tambor bajo
epidermis-, y a otro tóraz.
(Se ruega no contrar el útero por tan poco, damiselas,
que no estará en letra de médico todo lo que ha de seguir,
palabra de hombre.)
El meridiano, cualquiera lo soba. Y si el paralelo avienta
arena a los ojos,
es por horizontal y cabe defenderse.
Desde la sima de esta cárcel de cuarzo, sé bien lo que
divulgo y lo que abrevio.
He visto a hartas hadas de feria cortando en sectores
-mientras proferían un largo alarido celestino-
su esfera horaria, más petulante que magnolia por la
noche.
Lo he visto y me he indignado.
La luna tras las cumbres, redonda boina tibia
para el cráneo: cómo dudar que le saltarán íncubos por
arriba y súcubos
por puro amor (sin pretender que volverían; más bien
nada prometieron). Lo certificará la madre al contar las
manchas en la sabana
porque se asume inflible, como en el folklore. Y se
equivoca:
la piel es y será un estuche de duendes, parézcanos o no.
Rumbo al polo, aquí empezaríamos a devorar los perros de
nuestros trineos.
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¿Será, Juan Almela?
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