El niño está feliz,
las manos de su madre,
tibias, calientitas,
lo llevan por los rumbos
nuevos del país de los espejos,
ella se come por él todo el dolor,
toda la angustia,
toda la nostalgia que ronda
por la geografía de cristal.
Su felicidad es grande,
tanto como el espejo donde ahora se ve
hombre y ve a su madre
y ve sus manos, y ve cómo lo salvó
de la desdicha y la desmemoria.
El niño se suelta de la mano de su madre.
Corre, corre.
Vive abril como si fuera un año.
Vive agosto como si fuera un amor y no un
desengaño;
corre hasta el final del patio,
hasta el límite de los geranios
y se vuelve a ver,
y otra vez,
el hombre viéndose niño desde el otro lado,
desde la otra frontera del tiempo,
desde sí mismo,
viéndose hacia adentro,
ignorando la estafa y la mentira,
desconociendo qué sucede
en la otra cara del espejo,
esa, que es región
de alumbramientos y abortos,
esa que suena en los tejados
en los días de toque de queda,
en las láminas de los techos,
maltratadas por los cateos
masivos de la Judicial
o por las rondas del Ejército que
aplanan el suelo con su letanía circular.
El niño -ya no tanto-
no sueña, no está despierto,
simplemente está, ahí, está.
Escucha la radio,
Morrison le profetiza una senda de tormentas
y jinetes desbocados.
El niño -ahora niño- no sabe
por qué confunde a Churchill con
Curruchiche, y a Árbenz con un demonio que
amenaza los planes de prosperidad.
El hombre, entonces,
entiende un poco del naufragio.
Todos han desahuciado
a los fetiches
que deambulan a lo largo de los años.
En cualquier esquina,
en un balcón,
en los cumpleaños,
en las pesadillas,
en los muertos,
¡ah! ésos,
los innombrables,
los de comisiones de esclarecimiento,
los que todos, absolutamente todos,
intentan desesperadamente olvidar.
Como la película de Herzog,
cada uno lleva su barco a buen
recaudo, a la orilla más clara,
más quieta y cada uno deposita
su carga de cadáveres en esa orilla,
llena de amuletos contra
la maledicencia
y nuestra acendrada estupidez.
La que llevó al niño de
naufragio en naufragio.
El ser, sábana blanca que
arropa unos huesos ante
el abismal silencio de los días.
El ser, exhalación de crepúsculos
ante un niño que ejercita una
sumaria indagatoria de la nada.
El ser, sol tendido de mediodía
en el lazo del patio abandonado.
El ser, un hombre
con las entrañas llenas de ron,
mientras la tarde se va lentamente,
sin decir adiós,
sin aspavientos ni algarabías.
El ser, el hombre que encostala
sus recuerdos y se va con la tarde,
sin decir nada, sin claves
ni ardimientos, sólo dejando
su vaho corporal,
en el horizonte,
en la banca del parque,
en la raíz del árbol,
en la hondura de su sombra.
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K.
es la mía:
Rafael Mérida.
Me pareció perfecto, felicitaciones, un abrazo argentino !
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