Esta ciudad sin Dios, este amorío,
estos versos inspirados por el alcohol,
el día que llegué y tu te habías ido,
tus compactos y los libros,
que dejaste en el cajón.
El cruel naufragio de todas mis creencias,
los pecados que nunca voy a contar,
la redención que entre tus piernas buscaba,
mi felicidad truncada,
cuando te hiciste a la mar.
Las cosas que me dices cuando te callas,
esas palabras mudas que no entendí,
los besos que se pudren en nuestros labios,
tus consejos más que sabios
que nunca quise seguir.
Mi constante batalla entre los dos sexos,
los mundos que me invento para escribir
mi terco deseo de nunca llegar a viejo
el poema de Vallejo
que leías para mí.
Mi colección de discos de Calamaro,
la guitarra que nunca aprendí a tocar
toda mi esperanza rota entre los cristales,
esa foto de mis padres
que siempre me hizo llorar.
Mi primer libro de cuentos que fue censurado,
una mala obra de teatro que no estrené,
la insólita sensación de sentirse amado,
mi título de Abogado
y el master que nunca fue.
Las cincuenta veces que me preguntaste ¿me amas?
Y las cincuenta veces que te mentí,
el denso olor a semen que ahora me asalta,
el amigo que me falta
y los besos que no di.
Un rock and roll amargo de Joaquín Sabina,
los güisquis que me tomaba antes de almorzar,
cuatro cajas vacías de anfetaminas,
dos gramos de cocaína
y mi dosis de Prozac.
Las lunas que he besado yo en otros ojos,
las soledades negras de mi depresión,
del resto de mi vida, sólo despojos,
mis berrinches, mis enojos,
mi cojera al caminar.
Todo el verde que perdí y encontré en tus ojos
el negro que me quedó al volverlo a perder,
el humo de este, mi último cigarrillo,
con el dedo en el gatillo
y la pistola en la sien...
Este es el recuento oscuro de lo que tengo,
un inventario gris de mis secretos,
un epitafio siniestro, una letanía al viento,
en el peor de los casos, mi testamento,
y por supuesto el último de los versos que te escribo.
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