Aire de siglos inundaba las avenidas populosas,
los altos campanarios, los árboles
inmortales de la infancia. Con el fresco de la hora
perfumaban los comercios, los puestos de fruta
y el pregón de los feriantes matutinos.
Bienaventurado
quien podía gozar de aquella mañana
con ojos transparentes.
No tardarían las fiestas: el alma se preparaba
como para un día de campo,
de visitación a las Islas;
la iglesia adquiría un rumor de bienvenidas.
Bienaventurado cuando gozaste de aquella mañana
con ojos transparentes, cuando recordaste
como un viejo cuento perdido en la memoria
la parábola del Pródigo
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