Creyendo que la mejor cura contra la melancolía
eran esas superficies radiantes y abiertas
fuiste hasta las memorables ruinas
y viste la estatua de basalto
que del cuerpo de Antonio hicieron.
Grecia era el testimonio, bajo esa copiosa
y virulenta luz, de cómo solo lo externo
tiene propia existencia.
Ética y belleza
eran una y lo mismo.
Tallar el cuerpo era
tallar también el alma.
Curar el odio a si mismo
era curar la soledad.
De vuelta a casa, liberado ya del pasado,
con aquellas camisas de colores chillones,
tus negros pantalones de tres prenses,
tus zapatos puntiagudos y habaneros,
el desnudo pecho mostrando la cadena
de oro macizo y los cinco medallones
entrabas al Blanche y pasabas las noches
bebiendo cubatas y quemando porros.
Todas y todos eran tuyos.
Te enamorabas, sin duda.
Amabas tanto los ritos de la carne,
su lenguaje y sus palabras
que incluso ahora, cuando escribes,
no sientes, tampoco, interés alguno
por el 'acto final'.
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