I
La abuela abría las puertas de la mañana;
entraba el sol por el balcón cerrado
y un rayo se pegaba a sus gafas solares.
El día andaba ya por los corredores
abrillantando las plumas del pájaro ciego,
jugando un rato con los peces anhelantes
en un marecito engañoso,
y con el caracol de filos negros
en su playa de cristal.
La claridad giraba por los cuartos vacíos
y se escondía entre las cortinas.
De las gafas de la Abuela brotaba el día
y bajo mi cama se enroscaban los vientos.
Cerraba los ojos y regresaba al sueño.
Las sábanas me daban una noche que sólo existía ahí
y que se prolongaba por unas horas,
mientras la mañana maduraba
y se caía a pedazos en las calles de color naranja
y en el cielo azul y tonto de los trabajos para vivir.
II
Un polvo limpísimo, casi más fino que el aire de esta mañana
se levantó cuando abrimos la tumba de la Abuela.
La caja se deshizo, y el cráneo que tenía aún su blanca trenza
cayó con tanta gracia, que la tierra se negó a entrar en él.
¡Quién dijera!; tú que tanto temías morirte sola
has pasado diez años en la tumba hablando con tus ángeles,
percibiendo las voces de tantas insolentes primaveras.
La muerte es grande dices, y la vida se concentra en tu trenza.
No hemos perdido nada. La mañana sigue entrando a la casa;
Entrando sin cesar.
Si nada cesa tú nunca cesarás.
La muerte grande te besó en las mejillas
y nosotros lloramos y reímos.
Estamos contigo.
Tu memoria no se detuvo nunca.
III
Ciudad que entre mis sueños cobijada
eres siempre mejor de lo que eres.
La luz de tu cercana madrugada
asesina la noche que prefieres.
Yo sueño que mi vida retirada
apacienta las tardes en tu orilla.
Te vi en mi juventud desmelenada,
ahora me fundo con tu propia arcilla.
Soñé, Ciudad, y el sueño inauguraba
mi voluntad de ser sin desconcierto.
En la noche tu luna levantaba
la esperanza de ser sin movimiento.
La tolvanera que me diera el viento
en mi vida tu calma disipada.
IV
El vendaval
que tiene a Extremadura
cogida por el cuello,
trajo sueños de un tiempo acongojado.
¿En qué caverna fraguóse el material
de estos delirios
que a todos lastimaron?
¿Qué presencia sin rostro
dispersó por los cuartos
sus airados lebreles?
La aurora entró.
Nosotros, mudos,
vencidos por el ángel más terrible,
sentimos su mirada.
¿Es la tormenta la feroz autora
de estos sueños rugientes?
¿O, tal vez, sólo es cómplice del ángel?
Vendrá la paz.
Sobre Plasencia
el viento sembrará sueños mejores.
Los de ayer fueron hijos de la lluvia,
de esta larga tormenta
que el aire rompe
y que a la tierra enturbia.
Volver a Hugo Gutiérrez Vega
En mi caso, ha sido un abuelo.
Felicitaciones.
Rafael Merida.
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