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Olga Orozco



Amor, ch′a nullo amato-amar perdona



No con lechos viscosos ni con instrumentales de tortura,
no con esas aviesas escaleras que te devuelven siempre
al enemigo prometido,
ni con falsos paneles ni laberintos circulares,
y aun menos con la llama inextinguible que te devora
y te preserva indemne
-¡ah la intolerable prestidigitación del escarmiento!-,
sino con aquel día que se adhirió a la dicha como un
color, como una enredadera,
fabricaste tu infierno.
Es ese mismo día cortado a la medida de tu cielo,
ese que fue más breve que un temblor,
pero tan perdurable como un meteoro sobrenatural
de paso en este lado.
Era un lugar de encuentro entre viajeros perdidos en
la historia,
un salto de ascensión igual que una vorágine de luz
hacia las nubes,
la exacta coincidencia de dos vuelos en una sola sombra
sobre el agua.
Era como mirar el mismo panorama que miraría Dios.
¡Qué confluencia de soles sobre un instante único del
mundo!
Ahora es piedra y sed.
Ajeno, el día que te envolvió en su piel ya no te incluye.
Nada te reconoce en esta cárcel que tal vez fue cristal
y es hielo transparente,
y por más que te obstinas en amaestrar la noche tras-
cendiendo el olvido
no consigues asir ningún objeto ni aciertas con tu paso
en el tapiz.
Giras eternamente en torno de alguien que obstruye la
salida.
Es alguien cuyos ojos no sirven para ver sino tan sólo
para ser mirados,
un fantasma que viene de muy lejos sin ningún
reclamo, sin ninguna respuesta,
obligado a volver por el amor que no perdona:
el inasible huésped de algún cielo o quizás el cautivo
de un análogo infierno.