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Olga Orozco
Mientras muere la dicha
He visto a la dicha perderse gritando por un umbrío y
solitario bosque,
donde el último día pasaba, silencioso,
olvidando a los hombres como a gastadas hojas que
una lenta estación sostiene todavía.
Nunca más, desdeñosa entre las tardes, su máscra
dorada,
las luminosas manos conduciendo los sueños a un
sediento vivir,
el fugitivo manto,
su reflejo engañoso entre la hiedra que los recuerdos
guardan como un reino perdido.
¡Oh doliente descanso de la tierra!
Alguien espera aún junto al río indeciso que la sangre
contiene:
el que en su oscuridad golpea vanamente las paredes,
persiguiendo una sombra más alta que sus noches,
y al amanecer mira apenas la terca ceniza y alguna
flor marchita sobre el pecho;
y más allá los otros,
los que buscan ese rincón del aire preparado a su forma
como un cuerpo anterior que en remotas edades
habitaron.
Ellos quieren asir una huella en el polvo,
detener en la luz sus pobres paraísos hechos de lentos,
trabajosos dones,
pero basta ese soplo,
que apenas si estremece las oscilantes ramas,
para trocar la paz por una muerte,
por lánguida costumbre los deseos.
Porque indefensos viven los hombres en la dicha
y solamente entonces, mientras muere a lo lejos su vana
melodía,
recobran nuestros rostros una aureola invencible.