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Luis Ben�tez




El mar de los antiguos



No volverá jamás el mar de los antiguos
a rebañar las costas creadas por sus olas.
Un año de ancho, una vida de largo,
se sumió en la honda bocanada del fondo.
Con él las bandas de Erik el Violento
y la pacífica vela de otro ladrón, fenicio,
doblaron para siempre ese horizonte blando
y abajo el precipicio que los tragó
a todos como se cierra un libro.
Ni el ceñudo pirata que un día fue
estatura y bronceado y sombra,
ni el traficante sofocado bajo tricornio y títulos,
tuvieron el poder de detener
aquellas otras olas que se llaman horas;
menos el múltiple ahogado, ése sin nombre,
puede asomar la cabeza ahora
para su intrépido persistir
bajo la luna, a solas.
Ah mar de Eneas y de Ulises
que no eras éste y eras
la cuna del delfín y las especias
y el camino del oro y siempre, lo Otro.
Qué portugueses y españoles eran
cuando eran los que eran en el mar.
¡Y el junco de esa otra historia, la ignorada,
que salía a él bajando de los ríos
como una rama armada de astrolabio,
con hombres amarillos bajo la tensa seda
guardando sus secretos, sus caminos y sus signos!
Veo entre peces voladores
cabalgar la trirreme del romano
y al bajel del griego salir de la zozobra;
todas esas ambiciones que iban tras las Hespérides
encalladas en el arrecife del Minuto.
Y la Sirena, el paganismo de a bordo
recubierto de escamas y colocado fuera,
y el oficial Leviatán del Viejo Testamento
condensados en la ballena blanca
que surcó todavía, en mil ochocientos y tantos,
el querido inolvidable mar de los antiguos.