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Juan Ram�n Mansilla




Escuchando la noche transfigurada de Schoenberg



Escasas fueron las noches que me gustaron.
Cada mañana el humo del café caliente
evocaba la bruma de la noche anterior,
restos de demasiadas imágenes,
lejanas como soles pasados,
luces venidas de cosmos extintos.

Heridos por el daño con que a solas
inquieta lo que no consumamos
o de ahogados fuegos se elevan fumarolas,
¿qué diremos de la noche si aún gotean
en el alba sus momentos,
y en el nuevo despertar
nos hablan en voz ronca,
con algo más vivo aún que las palabras,
de un rostro, una voz, una piel
y piden que palpiten
de nuevo por nosotros?

Viajeros con una brújula antigua
que el rumbo equivoca, los días
caen heridos como pomas.
Ley de la gravitación de un destino
que mira lentamente al poniente,
como si la figura recostada en el tronco
hubiera de levantar la mano, asir
el fruto, convertir el azar en creencia.

Y sin embargo hoy vuelvo a la noche
maldiciendo la experiencia del día,
y esta maldita luz, sobre todo,
que tanta oscuridad deja en las cosas.
De esta mañana sin importancia
desertan las luces como humo
llevado por el gran viento del norte,
girando como un timón
hacia las inexpresables ansias de la noche.

Pero el humo es apenas una señal de las cosas.
Y mientras asciende y se inclina
la realidad se fragmenta
como un río que desciende sobre el mapa,
como senderos al comenzar
los alcores, como brazos de estatuas
tallados con la fragilidad del tiempo,
rotos como nieve abolida
en la sucesión congelada del tiempo.

Después de todo no existe piedad en la vida.
Apenas unas migajas de compasión
que a menudo llamamos amistad,
ternura, consuelo, cariño. Días
que se cierran como puertas. ¿Podremos
empujarlas y abrirlas? ¿Qué resistirá
al recuerdo en cada uno de nosotros?
Inútiles hipótesis sobre lo irremisible.

He parado el reloj y desconectado el teléfono
(en estricta observancia de un verso de Auden),
cerrado la ventana y apagado los focos
bajo la persuasión de esta música
y sus notas dentelleadas como frutos
mordidos en otro lugar y a deshora.
Y ya que no tenemos un destino asignado,
que nadie nunca se preocupó de fijar
nuestro lugar entre estrellas,
baste el roce de una piel,
el susurro de una voz para iluminarlo
todo, aunque sea el destello
de un brillo ilusorio y al albor
se abra como tapón de desagüe.

Quizá sólo esté entregado a apegos extraños,
y en mis palabras haya un código oculto,
algo que excede a sí mismo y se extiende
como círculos concéntricos al caer una piedra
sobre las aguas verdosas, o el sonar
de un señuelo que convence a los pájaros
antes de contagiarnos también la feliz
añagaza de sus cantos de viaje.

Cruza la calle y el patio, pon la mano
en el pomo, gira la llave. ¿Se ha abierto
otra puerta? ¿Hacia dónde?
¿Ha entrado luz o negrura en el aire?

La pregunta es absurda.
Tal vez tú sepas de qué habla este poema,
versos que trazan su deriva
entre la materia y el anhelo;
versos descreídos buscando obtener
permanencia de la brevedad,
un don de lo caído como manzana en la vida.
Versos que ahora, simplemente,
recobran la ternura
de una de las pocas noches que me gustaron.