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Javier Alvarado




Duelo nacional



Se ha colocado tu nombre junto al asta
en la bandera de lo absurdo y lo real;
no quería recordar entonces la frase esperada,
ni los días encapotados en que solíamos salir
a mendigar unas cuantas profecías de lluvia.
Tu nombre era real o supuesto
se te desmoronaban los dedos de tierra
con solo palpar la imagen, de algún santo o de algún Cristo
puesto sobre el vidrio. Era tan lejano aquel recinto
una plegaria de luz y un ojo de vidente extraño;
podíamos llamarle Utopía a ese fuego que descansaba
encima de las velas y que se desvanecía con el augurio
de la noche cuarteada, envejecida quizás con el cuenco
de una sombra o con el diamante de una joya conocida.
Tenía miedo a despertarme, lo reconozco
daba vueltas mi cabeza amarrada a la boca del reloj,
los habitantes de mi pueblo se alimentaban de falsas provisiones
y se atrevían a realizar una especie de trueque con la muerte.

No podían vivir de la pesca, el mar era un bocado para los ojos
del augur, el río una ensoñación de musgo retirada a las piedras
que condujimos para construir una alcoba para amortajar el fuego;
La agricultura era una pesadilla,
pues nos volvíamos vegetales con el tiempo.
Alguien al leer este texto podrá confundirlo como surrealista.
Aquí en la mañana puede suceder la vida, allá en el despertar
puede nacer la estrella con su nodriza a los diez días del parto
y con el sepulturero unas horas después
para enterrar el pensamiento del que sueña.
En igual sustancia podía atravesarte a contraluz,
suicidar algunos pájaros y luego dejarlos volar
por los dedos de tus manos,
o dejar sus cantos colgados de tu cuello
con un collar de espinas sangrando con la sangre del vino y de otros sapos.
Así podía merodear por las aceras del ser,
creerme el nómada de una especie recolectando poemas
en una cesta desvencijada que me arrojó el verano.
Así podía llamarse tu nombre junto al sol
y derretirme lentamente
hasta ser la cera
de tu
plegaria
y tu caída.