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Carlos Martinez Rivas




La insurrección solitaria

I


La Juventud no tiene donde reclinar la cabeza.
Su pecho es como el mar.
Como el mar que no duerme de día ni de noche.

Lo que está en formación
y no agrupado como la madurez.

Como el mar que en la noche
cuando la tierra duerme como un tronco
da vueltas en su lecho.

Solo.
Retirado a mi tos.
Desde mi lecho que gruñe oigo correr el agua.
Toda el agua que se oye pasar de noche bajo los lechos.
Bajo los puentes.

Las aves del cielo tienen sus nidos. Nidos curiosísimos.
Los zorros y las raposas tienen alegres madrigueras donde hacen de todo.

La juventud no tiene donde apoyar la cabeza.

Y rompe a hablar. A hablar. Toda la tarde
se la pasó el joven hablando delante de la mujer enorme.
Dejándola para mañana se le pasa la vida.

Y en la Pinacoteca de Munich, bajo el gran hongo, a la afable

sombra de los Viejos Maestros, o en la olla del placer,
derramando en el suelo su futuro
dice a su juventud, a su divino
tesoro dícele: -Sólo espero
que pases para servirme de ti.
Y aprender a sentarse.
Empezar a tener una cara.

Lo que hizo Míster Carlyle, el dispéptico.
Lo que hicieron Don Pío Baroja y su boina.
O Emerson ("...una fisonomía bien acabada es
el verdadero y único fin de la Cultura").
Y todos los otros Octogenarios,
los que no escamotearon su destino:
el propio, el que vuelve al hombre rocín
y acaba sólo gafas, hocico, terco bigote individual.

Los que llegaron hasta el final
y zanjaron el asunto y merecieron
un retrato en su viejo sillón rojo
calvo ya como ellos y hermoso.

Sentados para siempre. Fotogénicos.
Idénticos a su celebridad. Fijos los ojos
como si por encima del vano afanarse de la tribu
lo logrado miraran. ¡Lo logrado!

¿Lo logrado?

¿Y si fuera otra cara la verdadera y no ésta
sino la otra, la mal hecha, la que no se parece
y es distinta cada vez? La del Hombre
del Trapo en la Cabeza, el que se cortó
la oreja con una navaja de afeitar
para dársela a la menuda prostituta?

Pero él fue solamente un pintor. Uno
entre los otros espantapájaros, minúsculos
en medio del gran viento que choca contra el cielo,
empeñados en añadir un paso más a la larga cadena.
Ocupados en cambiar la Naturaleza, como las estaciones.
Rehaciendo y contrahaciendo el rostro del mundo. El rostro
del vasto mundo plástico, supermodelado y vacío.


II


Aludo a,
trato de denunciar
algo sin un significado cabal pero obcecado en su evidencia:

el árbol con piel de caimán.
La esponja con cara de queso de Gruyère,
y viceversa.
El viejo de la esquina, el que vende cordones para zapatos,
peludo de orejas, animal raro,
Nabucodonosor amansado.
Una lora en su estaca moviéndose
peculiarmente. Mostrándonos su ojo
viejo, redondo, lateral.
Los moluscos, temblorosa vida
en la canasta que contemplan
tan serios el niño y la niña.
El perro en la cantina, debajo de su mesa favorita,
temible a causa de su bozal.
Un par de hombres solitarios bañando un caballo
con un cepillo grande a la orilla del mar
en una perdida costa pequeña y abrupta.
Los grandes bueyes lentos de fuerza y peso,
cargados de su propio poder, y los caballos
pastando con sus cuellos inclinados igual que las colinas...

Todo incomprensible (en apariencia) o idílico, pero inasistido,
no azotado por el error, vivo dentro de un cero
en la impotencia de lo sólo evidente.

El mundo plástico, supermodelado y vacío.

Como un infierno ocioso,
abandonado por los demonios,
condenado a la paz.


III


Pues si esta noche el alma.
Si esta noche quisiera el alma hundirse
en la infamia o la ira
hasta el fondo, hasta que el pulgar del pie
brille contra la roca en la tiniebla
del agua; y desde allí
intentara una vez más
bracear, cerrar los ojos,
hundirse aun más hondo, no podría.

La ola de la Tontería, la ola
tumultuosa de los tontos, la ola
atestada y vacía de los tontos
rodeádola ha, hala atrapado.

Inclinada sobre el idioma, sobre
el pastel de ciruelas, lo consume
y consúmese ella disertando.
Y danza. Pero no al son del adufe,
sí del castañeteo de los dientes
que agitados por el rencor y el miedo
producen un curioso tintineo.

Al son del ¡sún-sún! de la calavera.

Y súbito el recuerdo del hogar.
De pronto, como una espiga ardiente.
Como el sonido de un clarín de niño
en la traición, en las traiciones de las
que sólo el olvido nos defiende:
sólo otra traición del corazón
nos defiende. Y el pecado futuro,
ya en acción, zumbando desde lejos,
desde antes sabido, realizado y ceniza.

Hoyo, humo y ceniza. Es el desierto.
El sol huero, la arena y la pequeña
mata de llamas. A lo lejos, la nube
abstracta sobre la colina ocre.

Un pájaro atraviesa la tarde de borde a borde.

Una hoja seca araña el techo de zinc.

Un grifo vierte el tedio.

-Pero conocí una dama.


IV


Sola en principio y decastada
como un águila. El águila
de Zeuz en el exilio, de
paso entre nosotros. El ruido
de sus garras sobre la mesa
y el ojo perspicaz. El ojo
que sólo ve, sin opiniones.

Así el suyo. Como el ojo
del ave: sin respuesta, puro
de voluntad óptica. Ojos
duros, pequeños y desiertos
delante de la ilimitada
extensión del yo varonil.

Rostro intemporal, zoológico.
Lleno de fanatismo, pero
frío, sutil, no sometido,
como escarabajo o bala

Civilizaciones la han hecho.
Muchas estirpes habrán sido
necesarias delante de ella
como delante de los frutos
soles y siglos. Una hilera
de siglos como grandes filtros
para que al fin cayera -gota
pura- entre las fuentes públicas
y los hábitos de su raza.

No la driada de los bosques
ni oréade, breve de seno,
oliendo el aire. No trirreme
a la luz de las olas. Ni algo
que el pueblo de Francia advertía.

Ni tocador lleno de dijes
fríos, colgantes como lluvia,
y revólveres relucientes
que enseñáronme tanto sobre
la naturales secreta
del níquel y el por qué las uñas
y lo dentado.

Pero sí
algo que entró en el cielo excluído
de lo suficiente. Si algo
con la lógica de lo simple,
la forzosidad de lo perfecto,
la inteligibilidad
de lo necesario.

Ileso
eso se mueve en la tercera
rueda, nosotros aquí abajo
enronquecemos discutiendo.


Sin vacilaciones ni sombras.
Todo respuesta que el enigma
vano de la blancura oculta
y suplanta, el pecho ofrece
un fondo al rayo de la mano.

Tras la aislada frente monótona
(donde ensordece el apagado
barullo del mundo invisible)
se abre el perla, absorto, cóncavo
día solo de una mujer.


Es el interior de la concha.
La Nada femenina. Allí,
aun sin aletas y sin ojos
un caos se defiende, más
cerca del huevo que del pez.

Mordiente sol, limón de oro,
virginidad aceda. Es
la mujer, golpeando, matando
con su pico al hombre cálido.
Su pico de vidrio. El de hielo.

Púdica, insípida y hostil
con la terquedad espantable
y pacífica de la luz.

La Nada femenina. Sola
ante lo último, lo límpido
donde lo resistente es nácar.

Piedra vestida por la sombra
y desnudada por el sol.


1949-50 -18, Rue Cassette, París