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Carmen Gonzalez Huguet
La amante (I)
Un lento derramarse, un cielo en fuga,
un crepúsculo muerto sobre el agua.
Una raíz de sal que te sumerge
en la hondura más negra de su grito.
El agua viene y lame cada orilla
con su lengua de cántico y caricia
y amortigua la luz su llaga inmóvil
para no herir la entraña de la tarde.
Sobre cada colina deja un soplo
detenido el arado de los besos.
Las manos se persiguen, se acorralan,
huyen por los rincones, vuelan, gritan
o van a agonizar en tus cabellos.
Tú miras y vacías tu mirada
en el recodo oscuro más remoto.
Y la llenas de nuevo con aromas
de un país que recorres entre sueños.
Miras y vas sembrando de tus ojos
un territorio fértil y sangriento
donde el rostro más frágil y furtivo
se hace piedra y derrota en cada ausencia.
Tu miras y te inventas lo que miras.
Miras el sol y enciendes en la tarde
un universo de luces moradas
que derraman su vino en las pupilas.
Tu miras y en el fondo de la noche
nace la luz del alba sucesiva.
Vuelve otra vez, espejo del pasado.
Ábreme en las entrañas otra llaga
más permanente y mucho más deseable
que la herida que llora lo que pierdo.
Pues si el reproche afila con su lengua
la navaja fatal de los agravios,
tú matas con la sola certidumbre
de no volver a ver el rostro amado.
Recorres un sendero y se disuelve
la ternura en tus manos como arena
deshecha en las entrañas del arroyo.
Y en la quietud endulzas esta boca,
hecha de espada y hiel, arena y odio,
para lamer el tallo del deseo.
Entonces amo el tacto de tus dedos,
que no engaña jamás como las voces.
Pueden mentirme todas las palabras.
Mentir tu desazón y tu distancia;
mentir también el vértigo cerrado
de la pasión que encierra mis temores.
Pero tus manos, no. Tus manos tiemblan.
Como si fueran pétalos del agua
acariciados por la brisa fría
y estremecidos por su raudo beso.
Ellas me aman más en su mutismo
que tú con las palabras exaltadas.
Tus manos, las raíces extendidas
de diez morenos dedos en mi carne,
hablan mejor en su silencio a gritos.