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Diego Dubl� Urrutia



El caracol



Cuando la brisa barría apenas
las nieblas grises de la mañana
y al arrastrarse por las arenas,
con sus espumas como azucenas
jugaba, en sueños, la mar cercana,
junto a la choza de sus mayores,
se despidieron los pescadores.

La bruma triste los envolvía:
ella gemía ¿qué haré yo ahora?...
Y una gaviota revoladora
oyó al marino que le decía
que era su virgen, su pescadora,
que no llorara, que volvería...

Y como urgiera ya el tiempo: “toma
-le dijo el mozo- ya el viento asoma,
la gente sale ya viene el sol...'
y recogiendo del agua clara
que entre las rocas la mar dejara,
más armiñado que una paloma
puso en sus manos un caracol:

'Que él te recuerde lo que te quiero,
que oigas mis quejas en sus rumores;
de cierto, vale poco dinero,
pues que son pobres nuestros amores,
pero es eterno su rumor suave,
y aunque es humilde, su labio sabe
de los remotos mares bravíos
y de los mundos que voy a andar,
más que tus padres y que los míos
y más que el viento que habita el mar... '
Ambos lloraron: un ave inquieta
graznó sobre ellos; el humo lento
de las chozuelas de la caleta
blanqueaba apenas, como un mal aliento;
y bajo el cielo mis transparente,
tras la fortuna que se ama en vano,
partió el navío, rumbo a Occidente,
sobre el inmenso y augusto océano.

Y cuenta el viento que desde aquella
mañana triste ¡fatal mañana!
Acariciada por la doncella
la humilde concha de porcelana,
le habló en su lengua de rumoreos
de viajes locos, de pechos fieles,
de remembranzas y devaneos
junto a la borda de los bajeles,
de aves errantes que van a pares
buscando albergues sobre los mares,
de tempestades y de ciclones
y de esos tristes besos perdidos
que van con rumbos desconocidos
bajo las altas constelaciones.

Y el tiempo vino, silente y grave,
siguiendo siempre su ruta ciega,
con el misterio de aquella nave
que en una extraña canción noruega
lleva invisibles su casco lento
bajo las brumas del mundo aquel,
siempre azotada de un mismo viento
con un fantasma por timonel...

Y con los años la niña hermosa
cuya frescura ya ajaban canas,
mirando al agua desde la choza,
vio marchitarse la tinta rosa
de sus mejillas, antes lozanas...
Aún no clareaba detrás del monte
Y ya copiaban el horizonte
sus grandes ojos color de mar;
y en ellos iban las golondrinas,
en sus revuelos de peregrinas,
a ver las barcas ultramarinas
que en lontananza solían cruzan.

Y siempre, siempre la suspirante
y humilde prenda de amor, seguía
contando historias del nauta errante
llenas de inmensa melancolía:
ya eran nostalgias desconsoladas,
en lo infinito del mar lloradas,
noches de nieve que el viento azota,
miserias y hambres en tierra ignota;
triste cortejo que siempre avanza
por esas rutas, en que sus huellas
deja, guiada por las estrellas,
la banda loca de la esperanza.

Y el tiempo alado siguió en su vuelo,
y en sus mudanzas siguió la mar,
y al campo santo más de un abuelo
en la caleta fue a descansar:
siempre escuchando la voz lejana
la pescadora tornóse anciana;
barcos ignotos aves de paso
ya del oriente, ya del ocaso
la mar surcaban cada mañana;
sólo aquel loco bajel risueño
que al occidente partiera un día
tras la fortuna, que es sólo un sueño,
en lontananza no aparecía.

Y de la concha susurradora,
la amable historia, doliente asaz,
seguía oyendo la pescadora
vaga y distante cada vez más;
la sombra triste de otros amores
cruzaba a veces por sus rumores;
hasta que un día trajo el destino,
con los clamores de un torbellino
y entre infinitos ecos perdida,
la última queja del peregrino
sobre una roca desconocida.
Y entre las brumas de la mañana
de un taciturno día de invierno
sobre cuatro hombros subió la anciana,
vuelta hacia el cielo la frente cana,
por las colinas del sueño eterno.

Dejó la tierra como paloma
que abandonada su alero deja
y errante sigue de loma en loma
tras del amado que se le aleja...
Le dio la tumba refugio blando
y allí a su lado siguióle hablando
junto a los mares, el caracol,
del sueño eterno la eterna espera,
y de ese humano vivir soñando
sola y distinta dicha sincera
que el hombre alcanza y alumbra el sol.