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Francisco Andr�s Escobar
Agnus Dei
I
Hermoso lobo blanco,
Ángel viejo,
Mi padre:
Ahora que los días están idos
Y que un rubio verano me acompaña,
Es tiempo de una carta.
¡Hay tantas cosas que no quedan dichas!
¡Hay tanto amor que siempre nos negamos
por humanos y débiles,
por hombres confundidos!
Y esa oquedad hay que salvarla, padre,
No sea que después los precipicios
Nos dejen sin palabra,
O con palabra extraña que no podemos ni siquiera oírla.
II
Se puede retornar sobre la vida.
No sobre el tiempo, porque él es fijo, exacto
Y no admite reveses de los hombres;
Pero quedan caminos, padre mío,
Que nunca conocimos.
Hay rutas misteriosas que bordean
Las entrañas del alma
Y que por laberintos de extrañeza
Conducen a uno mismo.
III
Al recordar mi aurora
El perfil de tu ausencia se agiganta.
Sólo tengo noticias de aquel ángel
Que vino de lo austral,
Dejó mi nombre,
Me dio en herencia una voz que se apagaba
Y se volvió a su dominio extraño.
Después
la oscuridad,
Múltiples manos,
Desconocida entraña haciendo florecer
Los musgos de mi sangre,
Y tu ausencia
Tu ausencia
Signando la caricia restituida
Y el beso que no llena
Porque no viene con aliento de alma.
La intuición de mi mundo despertaba
Añorando tu mano
Y el ido corazón del que mis venas
Eran prolongación de mi nostalgia.
Así, de muy pequeño,
Aprendí a quererte en el silencio
Que imponen las ausencias
Y a reconstruir tu rostro
Con la cara feliz de mis estampas.
Te imaginaba como un santo grande,
Con excelsos poderes;
Y a veces te veía tan pequeño
Como cualquiera de todos mis juguetes.
Fuiste oso, papá,
Soldadito de plomo,
Indio de trapo
Y San Miguel Arcángel.
¿Qué les quedaba a mis días solos
si no era imaginarte entre las cosas
que a diario me rodeaban?
¿Qué más podía hacer, si yo te amaba,
y tú sabes muy bien que aquel que ama
busca el rostro querido o lo imagina,
o lo construye con recuerdos tenues?
Fue porque tú no estabas, viejo mío,
Que muy temprano supe la nostalgia
De las largas esperas,
De aquellas que viven aún en contra
De la desesperanza,
Aun tu ausencia era una enseñanza;
Pero qué dolorosa,
Y triste,
Y solitaria.
IV
Al fin vino tu rostro
A dar respuesta a mi pregunta interna.
Mi universo interior estuvo florecido
porque te conocía.
Las voces que me hablaron de tu nombre,
Los santos,
Los juguetes,
Mis imaginaciones:
Resultaron pequeños.
¡Eras más grande de lo imaginado,
más poderoso que mis construcciones!
Te amé entonces, aún más,
Y entonces ya mi amor tenía rostro.