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Francisco Morales Santos



Madre, nosotros también somos historia (I)



                                         A Magdalena, mi madre

           1

El aire húmedo, viejo familiar nuestro, te puso en mi memoria
con tu vida presente y anteriores vidas.
Cerré entonces el libro para acercarme al hombre
formando multitudes, dejé correr las voces,
dejé que envejeciera la tarde por ser tarde,
perdoné la flojera del bus y los enviones
y me puse a pensar copiosamente, verificando los recuerdos
en el manual de tus oficios regios.

Fue como si el invierno penetrara al cuerpo con fuerza
recogida en australes latitudes,
como si desde lejos llegara una poesía torrencial acerca de ti,
en efecto, el hablar de ti, el hacerte lugar en mis palabras
conduce necesaria, invariablemente, a expresarlo de este modo.
Me pareció entonces que desde tu poniente
retomabas el sol a mi cerebro, permitiéndome ver más claramente
el presente y el futuro
como cuando en tu mano he leído mi pasado,
es decir, la niñez y años siguientes
por los cuales gastó su cuerpo de hoja.
Tan fina eres que entraste por mis ojos sin que te viera nadie,
sin que nadie aperciba nuestra plática larga
semejante al susurro de los pinos.
Siempre has sido discreta, como el lápiz coautor de esta crónica
donde exalto tus quehaceres domésticos
y el libro destinado a recoger tus señas y rústicos cantares.
Precisamente, madre, no quiero hablar de ruidos
bajo los cuales pasa mi corazón las diarias
y persistentes pruebas de insensibilidad;
prefiero reseñar el tiempo que a ambos nos corresponde:
tiempo cereal, tiempo que reverdece en el poema.

El aire húmedo que referí al principio traía un alfabeto
de abejas y gorriones, pero tu voz más poderosa
que todos los sonidos,
tu presencia más luminosa que todas las estrellas,
no requieren intérprete o música de fondo.

Eres, en realidad, de hábitos menos portentosos
lo que te hace pasar inadvertida,
mas yo que te distingo en el fondo de mi infancia
como la luz de un faro, sé cuánta maravilla
obra en ti bajo el silencio.

Déjame recordar tu llama por la que mi estatura
fue solidificándose,
déjame recordarte pequeñita de cuerpo, con el temor de hallarlo
rajado por el peso que impone la pobreza,
déjame recordarlo en los días de mercado, con cargas, recorrido
y sudores obligados,
con una primavera metida en el canasto,
con una primavera que al cabo de los años he visto en la terrestre
pintura de Tamayo,
con una primavera que nunca fue pagada a su debido precio;
déjame recordarte allá lejos, en el tiempo,
como la suave patria, descalza y sin temores.

(Madre enciende la luz entre las fauces severas de la noche.
Los grillos y yo hacemos el canto para darnos confianza
nada menos que frente a la tiniebla.
Ninguno aquí acostumbra decir:'Había una vez...',
etcétera. Lo que se cuenta en pushitos de palabras
son hechos cotidianos que habrán de repetirse. La luz
es otro párpado próximo al reposo.)

En el campo el alumbrado público eran las luciérnagas,
débiles, por cierto, ante el grosor de la tiniebla.
No temía a su fulgor intermitente sino al ímpetu del trueno,
al impromtu de las aves nocturnas
y a la reminiscencia de un cuento sobre aparecidos,
pero asido a tu mano no variaba el pulso
que era un forma de crecer sin darme cuenta.

No puedo recordarte sentada en una silla por más de media hora,
pues desde que fundaste la casa con mi padre
ella fue como anhelabas: un campo de ejercicios para atacar el ocio.

Mientras hago lugar a otros recuerdos, permitirás que alabe
tu habitual sencillez y las sorpresas de tu conocimiento
que junto con tu rostro conservaré en este poema.

En tu campo de ejercicios tus manos lo eran todo:
clareaban la cocina antes que amaneciera y el canto de los gallos
deseara buenos días,
recogieron el fuego de los siglos,
detuvieron el hambre para que nuestras vidas tuvieran su futuro,
y siempre siempre estaban aplaudiendo victorias
sobre ocupaciones,
cosa que he festejado como si se tratar de un solemne
alboroto de palomas.

La luz que dosifico sobre mis actitudes civiles y a las claras
proviene de tu cara vista hace mucho tiempo
cuando para alcanzarla tenía que empinarme.
(¿Qué edad tendría entonces?)
Recuerdo que mis días estaban protegidos
por ese mismo cielo sereno de tus ojos.

Te he de recordar siempre
como un enorme río en la geografía del afecto,
hablaré de tus prodigios para reinventar la esperanza
y de cómo transformaste en espada tu lamento
la vez en que la muerte llegó a escasa distancia
inquiriendo por mis huesos;
siempre he de recordarte con esa bondad ciega que supo
darle crédito a nuestras ocurrencias,
pondré en primer término los besos con que abrías
la marcha de mis sueños.
Te he de recordar siempre como una tejedora de diálogos afables
para ojos apagados y corazones grises.