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Gerardo Guinea Diez
Ser ante los ojos (Al amanecer V)
Frente a él descubre que dejó de ser niño
y el hombre, frente al niño,
entiende que se volvió espejo,
y el ser reclama al hombre y al niño toda la
calamidad: máscaras, órganos mutilados,
juguetes rotos, viejos sueños de fin de año,
en fin, el arrebato de la memoria sustraída;
la que el asustado espejo quiere
escamotearnos sin saber que el niño -o el
hombre- salen de un charco negro
como un embrión de luz, victoriosos,
como una antigua fábula
que confirma la persistencia
de las calles, de los juegos,
del color de la luz,
a pesar de que ésta, con los años,
ha palidecido;
aunque todo se jodió para todos,
la renovación del asombro siguió su
deambular, catequista insomne,
maniantal cristalino, denso,
aunque el borracho
de la esquina de siempre
eche al aire sus acostumbradas palabras:
hijoeputas, hijoeputas
y el niño, el hombre, el ser y nosotros
lo ayudemos a comprar su aguardiente
para que en sus ojos se desborde
una cascada de gracia que purifica las calles,
los balcones,
los geranios que retozan en las cenizas del
aire, lanzados por siempre, como un engaño
a la elocuencia que esconde
la señora del delantal aparente,
la que nos acusó de comernos
los ojos de los santos de la iglesia,
esa discontinuidad de adobe y claroscuros
que aspira a domiciliar el alma de todos:
el viejo vendedor de periódicos,
el señor de la tienda, el zapatero,
el carnicero, las mujeres,
el chofer, el mecánico,
los desplazados de El Quiché,
en fin, esas derrotas invertidas
en espera del puñal y su perdón.
El ser
carcomido por los falsos perdones,
por los equívocos de una noche de juegos
entre los escombros de una casa.
¿A qué juega el niño, que abjura
de su condición de hombre?
A camuflar su adultez.
Pero, ¿a quién engaña?
tal vez, a nadie, porque intuye la inevitable
emboscada del tiempo.
Inevitable para sus viejos compinches,
para él que adivina la imposibilidad
de enarbolar sueños falsos,
¿falsos? quizá no,
aunque el hurto se le antoja inevitable,
tanto como la paliza que caerá sobre todos.
En el lapso asistirá gustoso a la puesta
en escena de un hombre
que va de la niñez a la adolescencia,
de ésta a la madurez
y estrenará de nuevo
su condición de niño.
El niño sueña,
el ser sueña a ser niño y éste,
simplemente a ser;
el niño corta una rodaja de domingo,
se la come y conoce el sabor de ese día;
rebana otro pedazo
y mientras lo engulle
regresan los sueños y las calles.
Brega inútil, oprobio que de tanto repetirse,
resulta una tómbola donde ganará
la muerte y el olvido.
Envuelve el resto del día en papel celofán.
Decide guardarlo y caminar por los sueños,
es decir, por los recuerdos.
Y el niño se transmuta en hombre
y éste en palabra
y ésta en eternidad y ésta...
Y la palabra se va juntando con otras,
minuciosa
diligencia que abre dos expedientes:
el nefando, el cual creció hacia dentro de la
ignominia;
y el otro, la palabra que sigue,
apareándose con otras,
brecha voluptuosa,
camino expedito hacia la nada
y la felicidad de todos.
El ser y el niño -el hombre-
buscan un asidero en la promiscuidad de las
palabras
y ellas, como jóvenes bailarinas les niegan
las claves del tiempo y la memoria.
Ahí siguen, tal cual,
parados en el poste de la esquina;
ahí, insoldables,
como en un páramo fértil,
aunque todo sea una patraña
y el vientre se les haya hinchado de preguntas.
El hombre -el niño- acarrean al ser.
¿A dónde lo llevan?
Lo acomodan con cuidado,
casi con amor y devoción.
En la carretilla llevan su edén sustraído,
su gloria efímera,
caminan y caminan,
su sosiego disimula su torpeza;
siguen, siguen.
En la bocacalle ven pasar una procesión,
siguen; paran y recogen a un borracho;
siguen, se paran; abandonan la carretilla
y se ven en silencio,
con sus bocas y sus ojos en llamas;
es la hora del fuego,
hablan las llamas con su lengua de cristal,
debajo del vértigo emergen los ídolos,
ésos, los que anudan las pasiones
y las destripan en el filo del reflejo;
entonces, toda la realidad se fragmenta en
miles de pedazos
que ambos recogen con paciencia
y suficiente vergüenza.
Cada trozo de luz -como un charco-
refleja una hoguera que alumbra los
entendimientos
y éstos inundan con su fuego
el centro de la vida,
de la calle, del barrio.
Un humus de ser
flota alrededor del día.
No hay duda,
el niño y el hombre poseen cientos,
acaso miles de nuevos reflejos,
los de la vegetal condición de las máscaras,
los de la salvaje llave que cierra el jardín;
los que enseñan el simulacro
para ensayar el acto de poner la otra mejilla;
los de una geometría delirante,
cautiva, avallasadora;
los del canto que sostienen con
alfileres de insomnio
nuestros callados delirios.
Cada uno guarda su parte,
su porción de luz sin saber del equívoco:
son cientos, o miles,
que son uno y nada, que son uno
porque es exactamente el mismo reflejo;
uno aloja a todos y todos alojan al ser,
al niño y al hombre que se postran
ante la monarquía del engaño.
Se observan el vientre:
aún está hinchado de preguntas.
Su indigesta condición los arrima
a la orilla de la fatiga,
la que embriaga para olvidar
un hecho irrefutable:
sus manos están vacías,
marchitas,
impacientes.
Mientras ordenan sus nuevas pertenencias,
se consumen las palabras
por la boca del fuego.
Sonríen y ven a la prostituta;
ella camina como si la vida fuera un bolso
que esconde una lámpara
inservible desde siempre.
Ríen de nuevo, aproximan el mirar a sus
muslos, que sigue caminando como si
inventara el tiempo, la dicha, la calle,
la penumbra de ésta,
como si fuera a tragarse el mundo
por su boca,
como si fuera a parir una bandera,
icono de mendigos que sueñan un país;
como si fundara un aljibe
de donde todos desean
beber el elixir de la amnesia;
como si supiera que conoce
el sabor del alba,
como si conociera el rostro de la muerte,
como si supiera que ellos
-el niño, el hombre-
están ahí nada más
para pregonar la lepra del ser.
Lo sabe,
lo sabe porque se siente,
desde su sigilosa majestad,
dueña desmemoriada del desamparo,
de la hoguera que consume
día a día lo poco de luz
de los hombres y las mujeres.
La mujer -la prostituta-
difunde a los cuatro vientos
la derrota de la achacosa memoria
y ellos -el hombre y el niño-
regresan a las tinieblas,
con un vacío turbio en la boca del estómago,
en la boca del fuego, en la boca de las
palabras que retozan en el destello de los
cientos -¿miles?- de espejos.
Palabras, raíces alcoholizadas,
pretexto para discursos políticamente
correctos, eclipses que sólo suceden en las
pesadillas de los que tienen
tranquila la conciencia.
El niño deja de soñar.
El mundo está en su sitio, nada cambió.
Mientras soñaba los años
siguieron siendo los mismos.
El niño conoce de memoria
1966 y los años que siguen.
El hombre posee el mismo misterio develado.
No existe futuro
y el presente es el pasado
con su cúmulo de años,
sumados, uno tras otro, uno tras otro.
El niño, que ahora es hombre,
vive en 1967 -¿o en 1968?-,
qué importa,
son los mismos personajes:
el panadero, la joven mujer casada
que le da su amor por las mañanas,
el sastre que abre temprano el negocio,
la anciana que va al mercado,
las mujeres que venden perejil, hierbabuena
y un poquito de esperanza,
un sorbito de inocencia,
Luis Turcios Lima
que practica su oficio de sombras;
¿qué año es el que transcurre? ¿1970?
¿1971? ¿Cuál? No importa en verdad,
son las mismas sombras que irrigan con su
luz, los días y el misterio de los meses.
Allí, los Beatles y Janis Joplin, acá, más
cerca, el mayo francés y nuestro arruinado
junio, Led Zepellin y las manos de Obregón,
todos retozando en el filo de la gracia
y la tragedia.
El hombre, intuyendo a Sartre
y el niño indigesto de Dumas o Tolstoi.
El hombre y el niño frente a la luz,
que les devuelve al país real.
Ambos frente a frente,
alter ego,
sueño invertido;
ambos,
intercambiándose.
El hombre viéndose niño
y el niño adivinándose hombre.
Otra vez ambos,
otra vez,
otra vez,
hasta que desaparecen
y surge de la nada el ser;
ya no es niño,
ya no es hombre,
es ser, es ser,
otra vez, ser,
hasta el cansancio,
hasta el reflejo.