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Gerardo Guinea Diez
Ser ante los ojos (Al atardecer XIII)
El ser ha llegado, por fin,
al umbral de los días nuevos,
en su rostro se dibuja la
ebriedad de la muerte,
como la materia profunda
de las piedras;
ha reescrito a ciegas
las señas de identidad
de las heridas más profundas.
Camina y calma su sed
en los jardines desnudos
que reflejan unos ojos minerales,
tanto como el nebuloso espejo;
el de la simiente, el del surco
que dejó el otro, el del olvido
fácil, aquel que lloró ante la
posible redención.
Ahí camina, con su costal
de luz entera; por el horizonte
anegado de luna y escupitajos
de cólera y rabia, a solas
balbuceando una fábula que
de tanto repetirse se convierte
en antología fraudulenta.
Aquí el hombre,
allá el joven,
reunidos para fundar
de nuevo la casa con paz
y suficientes ventanas;
aquí el ser,
allá un incierto hoy,
reunidos para bordar
de nuevo sus enlutadas telas.
Aquí y allá,
juntos, en el mismo lugar,
inaugurando las noches sin orillas.
Se ven, callados,
el espejo los refleja
y les devuelve el aroma a incienso,
ya no huelen a sangre
sino a pino y mañanas húmedas.
Se ven, callados,
el espejo los concilia.
Dejan la nave encallada
y se enfilan con azahares
en las manos hacia su destino,
derrotaron a la eterna muerte,
a la eterna vida;
comprenden: son eso,
muerte y vida,
llama y agua.
Marcan el sendero de ida
e incineran la memoria,
pájaro que arde,
rito funerario que agoniza
y contentos abren la pista
para el regreso del ave fénix.
Caminan, caminan,
sus cuerpos ruedan
por aldeas infinitas;
alguien, con los párpados cortados,
les habla de Bosnia,
de la caída de Wall Street,
de Internet y pedófilos;
no importa porque saben que al final siempre
habrá alguien que les
ofrezca una sonrisa,
un sorbo de agua,
una hora de viejas historias
y prodigios infinitos;
alguien a quien le bastará el mundo,
así, tal cual,
aunque luzca en ruinas.
Ríen y continúan
porque saben que enterrarán
el futuro, ése por el que lloraron,
el que les otorgaron sus viejas
glorias derrotadas,
pero al final glorias;
la gloria del enojo,
la del honor y la cólera,
aquella que los alimentó
de suficiente asombro,
sí, asombro
ante el hambre,
la muerte,
los ojos tristes de los niños,
la pureza de los viejos amigos.
Ahí van, por este hoy,
el ser,
el hombre,
el niño,
el joven,
reunidos,
absortos,
deseando descifrar
los enigmas del camino:
Marilyn Manson y su trasvestismo,
la vieja estatua derrumbada de Lenin
y las atrocidades en contra
de kurdos y bosnios,
en contra del hombre contra el hombre.
Ahí van,
leyendo a Kundera y Saramago,
a Sabines y a Paz,
intoxicados de luz,
tragándose toda la luz,
la que nos da este hoy desabrido,
pálido, casi llegando a rosa,
ahí van,
oyendo a Fito Páez y Joaquín Sabina,
encostalando más de alguna canción
de Maldita Vecindad o Molotov,
para confirmar la perdurabilidad del olvido;
ahí van,
por el camino,
creyendo que el mundo es un cuadro,
revisitando a sus fantasmas
como Dalí, Picasso, Rivera, Tamayo, Toledo.
El ser y todo el yo congregado,
en la orilla final,
soñando un río,
unos hijos,
un paraíso,
un polvo justiciero;
el ser y todo el yo congregado,
en una nota de Piazzolla
en una línea de Saramago,
en un poema de Borges,
en la orfandad de un mar cabalgado,
en el último aliento de Cardoza y Aragón,
en la mano generosa que se alarga
y nos brinda un pedazo de felicidad,
ésa, como el pan y el mantel blanco,
ésa, como la de un ángel,
un niño,
una hoja,
ésa, como ellos,
viéndose en el agua,
descubriendo el agua,
siendo agua,
para limpiar con suficiente luz,
el espanto de la memoria.