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Guillermo Qui�onez Alvear



Cuando los veleros anclaban en Valparaíso



(a Carlos Hermosilla Alvárez)

Yo habitaba las moradas silenciosas de tus ojos.
Cuando cerrabas los párpados, escribía tu nombre
o cerraba tus besos.

Tenías la frente alta y limpia de las primeras albas,
donde nacen las plumas con trinos y se recuerdan los sueños.
Blanca, como un aclarar con una estrella olvidada
o viento que se viene desde un bosque de alerces
y pasa tocando las campanas de los pueblos sin guitarras,
sin cantoras ni aguardiente,
y volteando naranjas, en los patios con charcas y ranas
y un escondido trébol de cuatro suertes.

Quizá, en color de marea en muerte y resurrección en sal.
Triste, como una rosa que se desnuda perezosamente
y pregunta, ¿no me ha escrito el junco narciso?
O los molinos del sur lejano, donde duermen las harinas
soñando con los buhos y las viejas lechuzas.
¿Por qué recordabas tanto -nunca una canción de infancia-
la mariposa de cinta amarilla, arrebatada por un escolar
de tus trenzas de niña?

Era todo melancolía cuando te encontré en el mundo.
Los árboles cansados de su traje antiguo, se vestían de oro,
imitando a los príncipes de los cuentos de Calleja,
cuando se iban a hechizar princesas, siempre rubias...

Tu vestido era un aromo recién florecido.
Y el sol, un perro cansado de vagar, se tendió a dormir
en el lago encantado de tu espejo con riberas doradas.

El llamado de un campanario hizo volar palomas
y apresurar el paso de algunas ancianas, con marchitos brevarios.
La calle quedó sola esperando la noche y a los primeros amantes.
Yo y la calle. Un sollozo, aventurero nocturno,
se escondió en mi garganta.

Una última golondrina se iba. La más emotiva hoja de un limonero
se quedó dormida para siempre. Un gorrión le cantó su llanto.

Un organillero tocaba, inútilmente, un vals de 1900,
con restos de crinolinas, polisones y encajes dorados. Y un poco de rapé,
todavía, para los caballeros. Música del maestro Lucero.
Hoy, el horizonte es una inmensa guillotina,
ha decapitado, antes del medio día, a un sol
con cara de emperador oriental.

Ahora el puerto es una gran usina
fundiendo metales de oculta alma y secreto rostro;
el cielo, plomo de bala.
El ambiente, en parámetro de zinc, en antojo de existir,
lleva a doblarse en tristeza al heliótropo. Esta noche,
no dormirá en sus brazos la cantuaria.

Baja la tierra frío de lápida
comentando la muerte de una doncella.
O la de un infante que ya jugaba con un oso de trapo.

Humedad de muelle podrido de amaneceres, ocasos y noches.
Gris de ceniza, astros y tiempos difuntos.
Gris de estatua a la que se le cayeron los dientes,
y se les rompieron los zapatos.
Gris de cuerda de horca jugando en el aire,
sin que éste se asuste.

Un niño a la puerta de su casa toca una armónica.
Las nubes iban hacia el sur. Fue su pastor y no lo supo.
Lombriz y alacrán ignoran los nombres que les hemos asignado.
En invierno todo objeto tiene algo de marítimo,
cansados de zarpar fondean.
Y los vinos en sus barcos duermen.
Acaso, en el sueño, aprenden a conocer un poco
cómo es la muerte.
El pasado enmohecido o sepultado, reaparece
como los fantasmas en los viejos castillos.
Qué hacer con lo de ayer, lo de ahora, lo del mañana del mañana?
Y, además es jueves.
No. No fue el mismo hombre que significó sábado a sábado,
domingo a domingo, miércoles a miércoles.
Tampoco aquél que denominó martes a martes,
viernes a viernes, lunes a lunes.
¿Quién fue? Quizá el judío errante,
disfrazado de deshornillador en tierras de Francia.
O de cervecero, en algún pueblo del norte de Alemania.

Sí. Tiene un nombre terrible,
de soldados que matan a todos los niños
y, después, a todas las granadas en sazón del mundo.
Y a la estrella pura con el sueño puro de una muchacha.
Sin embargo, lo mismo que garganta de pájaro
música y canto es también esta lluvia
para un auditorio enigmático, sin manos, sin oídos,
de postes telegráficos, muros, faroles y tejados solitarios,
como bolsillos rotos. Sometidos al rito de su magia
a veces, en las transiciones del sonido,
un algo del universo nos es revelado.

Por qué me atormento obligándome a decir estas cosas,
en obstinación análoga a la del aire en encender y apagar los astros.

Si yo fuera zapatero, aprendiz o maestro,
quizá, poco de esto me agobiaría.
Y los pies de mis vecinas sabrían de la ternura de mis manos.
Llegó la tarde, cansada, monótona,
parecida al cuarto de esa señorita que estudia piano
y noche y día: DO, RE, MI, FA.
Y yo me quedo esperando la suerte del Sol, el La, el Si,
desesperadamente, como en ocasiones nos han dejado parientes
que nos anunciaron su venida de villorrios lejanos. Y, pasado el tiempo,
nos escriben, en carta multada, por falta de dinero para el pasaje
no podremos ir hasta el próximo año


El mariscal celeste cambia el viento
y ordena a sus doncellas regresar, con sus cántaras vacías,
para que vistan a la luna y a las estrellas de esa noche.

Cuando los muebles se quedan dormidos,
recupero mis antiguos sueños amontonados desde la infancia,
hasta siempre.

Por las calles de mi conciencia transitan heroínas y héroes
de historias escuchadas o leídas: Caperucita, La Bella Durmiente,
El Nazareno y el Tiberíades

Cuando niño recé el Padre Nuestro,
de rodillas en mi lecho. Como mi padre
en su infancia campesina. Y mi madre, ciudadana,
por los muertos y los vivos.

¡Época, antigua!
Los barcos a viento y los a carbón arribaban a Valparaíso,
por el Cabo de Hornos. En ocasiones, desmantelados.
Como un hombre que sale de su casa con corbata nueva
y regresa sin cabeza.

Los capitanes desembarcaban con sus pipas sin combustible
a donde Tornquist. Y pasar el mal rato de una faena,
pedir noticias y relatar travesías al Bar Pacífico,
al Café de la Bolsa o al romántico Bunout. Las tripulaciones,
cantando canciones de amor, se internaban por la Cajilla,
o por la del Calve, adentro. O subían al Arrayán,
A las Glorias de Chile\, casa con acordeón.
A donde Palomino, con guitarra. A Los Siete Espejos,
con piano y cantora en el arpa.

El jarro de lavatorio lleno de vino con limonada
valía cinco pesos. Y el amor, casi sólo amor. En ocasiones,
una puñalada.
En los vasos se quemaba la noche, toda.
Y en la caja de los instrumentos piaba el alba.

Ahora las prostitutas a misa y penitencias
a la idolatrada Matriz.

El cura Manero ya era huésped de la eternidad, ¡Torquemada del amor!
Dos alas transparentes, enloquecidas, vuelan alrededor de la lámpara.
Por ellas logro acercarme al dintel y antigüedad de la noche,
oídos de alambre y boca de caucho. En ella me interno,
en destino de tren sin maquinista, en un túnel.
Ahora comprendo el fervor de las mujeres
por los colores y formas ultra-marinos.

También algo más hondo: lo que no se explica ni con palabras ni cifras.
Mi corazón, se recoge en movimiento de cuerda que se corta.
Un graznar agorero en el tejado no es la peor compañía.

Tengo miedo, busco mi sombra y no la encuentro.
Tu recuerdo aparece detrás de mi angustia,
semejante a la distancia en el caminante. ¡Gracias!

Penitente de todas las lunas:
de las de plata,
que duermen en los amasijos de las panaderías.

De las pálidas
en los cementerios, en color y lágrimas
de bellas mujeres con ojos de aguas marinas,
que sólo reciben cartas de luto.

De las de oro,
sueño de los ladrones con novia.

De las de color azufre o yodo,
infernales, por las noches de San Juan
cuando florece la higuera
y las papas muestran la suerte de los seres desolados.

De las rosadas,
en doncellas sorprendidas jugando desnudas
por el relincho de un potro rojo,
galopando a la orilla de un río.

De las azules,
gorras colgadas en los cielos
por los primeros marineros ahogados,
en el primer mar desaparecido.

De las verdes,
descubiertas
por Cándido Portinari,
en las selvas de Amazonas,
entre alharaca de papagayos
y silencio de siringueros.

Quieto corazón. No te rebeles en tu jaula
como un joven león. Bien conoces a tu amo.
Ha sufrido. Ha amado. No te ha dado la peor comida.