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Guillermo Qui�onez Alvear
Réquiem para los poetas muertos
¡Oh funeral! ¡Sin responso! Sin toque de bronce de campana
trizada.
Sin embargo naufragastéis como los viejos marineros o los imberbes
grumetes,
a millas de los Puertos, en alta mar y tempestad
¡solitarios!
Tomados a los más lejanos horizontes
y los dedos quemados de tabaco.
Los Otoños amarillos como antiguos anillos de nupcias
de Norte a Sur, de Este a Oeste,
son vuestros.
Os pertenecen
los Otoños en que mueren los perros vagabundos
y aullan los mastines lanudos y negros.
Los Otoños en que nacen los lazarillo de ciegos
y en las aldeas con una calle, los blancos circos
con un payaso y sin amazona.
La noche que cantastéis no fue cómplice.
La noche tan amada y sus distantes estrellas, no participó.
Adentro de la niebla se sucedió todo.
Adentro de la niebla que es la esquila del viento
en los fecundos ijares del tiempo.
Adentro de la niebla quedaron vuestras manos frías.
También vuestras venas tan azules
con vuestras azules prosapias.
Y los ojos, bebiéndose todo el vuelo de un mosco negro
que nadie sabe de dónde ni por qué vino ahora.
Yo ignoro por qué añejanse los vinos en las verdes botellas
y púdrense las maderas.
Adentro de la niebla encendieron un cirio, despertaron las moscas,
vedaron vuestros párpados, siempre mujeres pálidas,
que nunca os amaron. Lentamente, como ventana que
cierra una niña sobre un largo camino y se queda soñando
detrás de las flores pintadas en las cortinas.
La noche se quedó afuera mirando el llanto de los tejados
en las frías goteras.
La noche estuvo ausente como una bella muchacha que regresa
en el alba con los cabellos húmedos y su nombre olvidado.
La muerte entró sola por todos vuestros poros.
Como sorda llave amante en tibia cerradura.
La noche estuvo ausente. La muerte entró sola
y se quedó a dormir para siempre adentro de vuestros ojos.
Solos lloraron los tejados,
en puras y lentas goteras.
Todo, todo un amanecer gris
como una agridulce manzana.