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Guillermo Qui�onez Alvear
Potro de azufre
¡Oh tu Satanás! Taumaturgo nocturno,
sembrador de luceros, de silenciosos y tintas maléficas.
Escenógrafo mágico de los países feéricos, alucinados.
Ahí los buhos. Ahí, las luciérnagas. Ahí, los murciélagos,
los felinos y las lechuzas.
En qué noches. Bajo los cielos de que Gomorra
se gestaron vuestras complejas almas,
sumergidas en antecedentes milenarios.
En redes de músculos negros,
cuerpos blancos, cabelleras rubias.
Ojos azules mirándose en ojos pardos.
Ojos grises danzando sobre ojos verdes.
Mujeres desnudas con mujeres desnudas.
Hombres desnudos con hombres desnudos.
Hombres de levita con hombres andrajosos.
Tamar, con sus hermanos. Lot, con sus hijas.
Virgenes, con rufianes. Curas, con sus sobrinas.
Los insospechables médicos con las mudas, yertas difuntas.
Los solemnes jueces con las solemnes amas de lenocinios.
Suspirando, gimiendo, sollozando
en ritos inverosímiles,
la suelta alegría de sus vidas,
el libre torrente de sus cuerpos.
¡Oh! las santas manos
mortificando las carnes en deseos.
¡Oh! las dulces bocas en silencio de puñales
tatuando las almas y las carnes en tristeza.
Y también los androjosos y sucios viejos avaros,
excitándose en el gozo espantoso y total del terror,
en un juego de largos espasmos,
en lenta pereza de gusanos muertos.
Y las brujas con los gatos, los sapos y los gnomos
pactando los sucios mixtos infernales.
Todos. Todos, precisan tus geniales decoraciones,
con tu eterna y redonda oveja sin vellones
que hace más jumento a los novios con alma de hisopo
y más diabólicas a las mujeres.
Todos. Todos, las precisan, Satanás:
los criminales que asechan. Los santos en éxtasis.
La princesa que espera el caballo de plata
que galope sobre sus dominios.
Los vagabundos y las podridas vendedoras de caricias.
Las conciencias atormentadas:
el traidor, el verdugo, el espía.
El violador de seulcros. El saltinbanqui.
El falsificador de monedas.
La bailarina con las nalgas y los senos
infestados en ofrendas canallas,
como las santas milagrosas.
¡Satanás! terror de los moribundos y los niños.
Estilizador de esqueletos.
Señor de las orgías. Dueño del más fantástico palacio.
Amador de la belleza. Maestro de voluptuosidades.
Alquimista de los perfumes y venenos sutiles,
fatales como rostros de cadáveres viciosos.
Fabricante de los aromados mostos,
cantando diablillos danzarines, juguetones.
Amigo de los altivos, de los apasionados, de los orgullosos.
Inventor del pecado, campana incubadora de pájaros líricos.
Protector y numen de los poetas. De los santos poetas,
parias en la tierra. Victoria luminosa de los siglos.
Atlas sosteniendo sobre sus hombros la responsabilidad del mundo.
La eternidad y la dignidad del mundo.
¡Oh qué destino! Y para siempre, Dios mío.
El primer rebelde y la primera víctima:
Sin embargo, eres el Serafin. El hijo amado de Dios.
Hace dos mil años en un desierto seco
tal una lengua petrificada.
Él y Tú
se encontraron.
El altísimo, blanco en majestad de lirio
florecido en la primera lágrima del alba.
Tú, el réprobo en soberbia
como la llaga más grande, más sangrienta, más luminosa,
que ardiera en el cuerpo de Job,
luminaria esplendorosa en las noches de Hus.
Y fueron a la Santa Ciudad:
Él, apostrofaba 'Ay de vosotros, también, doctores de la ley
que cargáis a los hombres que no pueden llevar más
vosotros ni con un dedo tocáis las cargas' (1).
Tú, insinuabas: 'Si eres hijo de Dios di que estas piedras se hagan pan' (2)
y desde las altas almenas de la santa ciudad
anunciastéis el gran pacto:
Para él, las alturas de los cielos,
los soles blandos, los días luminosos.
Las lluvias finas, las plegarias armoniosas,
trabajadas en blancos, lisos mármoles.
Para tí, las profundidades de la tierra,
los cantos trágicos, desolados, retorcidos como horcas.
Los vientos salvajes. Los mares coléricos,
las tinieblas y las tempestades en que aúlla la angustia.
Las bestias hermosas como pagodas en fiestas.
Lucifer: Yo te canto emocionado.
Muero pan, el gran Pan,
el de los bosques maravillados de quimeras,
el de la siringa fabulosa,
el de los cañaverales perfumados de gritos femeninos,
la humanidad era una fúnebre cuerda de esclavos,
humillados, miserables, derrotados.
La vida, era un osario pestilente, putrefacto,
no se tenía ni siquiera lo macabro del espanto.
Surges tú, y reivindicas la alegría de existir.
Danzas, cantas y exaltas la angustia de los libres, de los grandes.
La belleza. Las pasiones. Los instintos,
y los héroes. Y la locura y la ebriedad.
Y tu gran actitud de juicio final,
salva al Olimpo del rencor canalla.
Y tu gran blasfemia roja y tu gran carcajada roja
incendió el cosmos de belleza,
y volvió la vida a ser una justa entre titanes.
Luzbel, desde ese día,
tu frente se ornamenta
de una guirnalda de águilas de fuego,
para siempre jamás.
(1) San Lucas
(2) San Mateo