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Hugo Guti�rrez Vega
Una estación en Amorgós
Antes de partir
A la izquierda está el mar. La alta montaña con su ermita y su senda entre los pinos se recorta en lo azul y las gaviotas van hablando de viajes, llegadas o naufragios.
Recuerdo los primeros días en la isla, el verano de fuego y, en la alta madrugada, el olor de la sal, el aroma e los pinos y las voces de las muchachas escondidas entre las ruinas.
Una de ellas, la más alta, flameó su cabellera al lado de una columna rota, irguió el pecho, abrió los brazos al cielo y me dejó, adolorido y deslumbrado, a merced del misterio. Los dioses rieron desde lo alto y se hizo el día. La muchacha comenzó a caminar y agua, fuego, tierra y aire vibraron a un tiempo. Era Afrodita o Helena o Friné, era la cautelosa Artemisa clavando su flecha para siempre en el corazón que se niega a envejecer.
X
Para Miltos Sajturis
Aretí es la única y verdaderamente virtuosa prostituta de la isla.
Tiene treinta y dos años y es alta y morena. Lo más notable de su rostro son las cejas pobladas y los ojos casi negros y siempre brillantes. Tiene senos pesados y redondos, anchas caderas y piernas largas e inquietas. Un ligero bozo agrega misterio a su boca de labio gruesos y húmedos.
Habla poco, pero sabemos de su llegada a la isla con un marinero de Cefalonia, hace unos diez años.
El marinero se fue para no regresar.
Aretí se quedó sola, con un hatillo de ropa y una casita cuya renta debía pagar puntualmente.
Se ofrece por una precisa cantidad de dracmas, ajena a los regateos.
Se entrega de una manera honesta y total y es amable y comprensiva hasta con los violentos y los despreciativos.
No agradece nada ni espera agradecimientos.
Hasta las más rezanderas de la isla aceptan su función indispensable, y Papa Yorgos jamás ha censurado su conducta.
Cuando amanece, antes de irse sola a la cama, se queda en la pequeña terraza esperando el primer rayo del sol.
Se retira cuando la isla es un juego de colores tenues y de nubes veloces.
Es entonces cuando Aretí llora un poco sin pensar en los motivos de sus lágrimas.
Se limpia los ojos y, mientras bebe café canta la vieja canción aprendida de su madre en la isla remota apenas dibujada en su memoria.
XVIII
Para Marco Antonio Campos
No logro, desde que llegué a la isla, poner en orcen los pensamientos tal y como lo hacía en tiempos más apegados a la razón.
Las sensaciones, en cambio, aparecen y desaparecen en filas bien ordenadas. Dejan en la boca sabores contradictorios y en el cuerpo el acuciante deseo de seguir deseando.
En la noche con nubes y estrellas, los perros de mi rumbo le ladran a una luna que aparece y se oculta: La miro desde la ventana y como en la infancia, me pongo a pedirle cosas. No me las concederá, pero el diálogo entre mis ojos y ese fantasma luminoso será el último asidero para la esperanza.
Esta noche recupero la infancia: juguetes tirados por el suelo, el lecho revuelto por los sueños, los ojos entreabiertos y la luz de plata haciendo del cuarto un bello lugar desconocido. Por la mañana, el sol liquidaba esa magia. Llamaba a lo lejos la rígida campana de la aritmética.
XX
Para Vicente Fernández
Árbol de la esperanza
manténte firme.
De nuevo nos vamos, esposa, amiga, amante de siempre, suave presencia en el lado de la cama habitado por tus sueños y tus miedos. A prepararlo todo y a empezar a dejar personas amadas, lugares, sillas hospitalarias, las tazas de café de la mañana. Otras veces partimos con menos angustia y mayor esperanza. Ahora, una sensación indefinible se apodera de todos los preparativos y dificulta el viaje. Tal vez, gran parte del corazón se nos queda en la isla y es el vacío el causante de este desasosiego.
Esposa, amiga, amante de siempre, tú la más fuerte de esta casa de humo, señala el rumbo. Yo apenas puedo hacer los movimientos necesarios para alejarnos. Nos sostienen los días aquí pasados, las cosas descubiertas en las amanecidas o bajo la luz de la luna de todos los veranos, y este amor asido al árbol de la esperanza.