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Ignacio de Luz�n



Leandro y Hero



Musa, tú que conoces
los yerros, los delirios,
los bienes y los males
de los amantes finos,

dime quién fue Leandro,
qué dios o qué maligno
astro en las fieras ondas
cortó a su vida el hilo.

Leandro, a quien mil veces
los duros ejercicios
del estadio ciñeron
de rosas y de mirtos.

ya en la robusta lucha,
ya con el fuerte disco,
ya corriendo o nadando
diestro, gallardo, invicto,

amaba a Hero divina,
bellísimo prodigio
sobre cuantas bellezas
Sesto admiró y Abido.

Negro el cabello, ufano
de naturales rizos,
realzaba del cuello
los cándidos armiños…

Vióla Leandro un día
en los cultos festivos
que a Venus tributaban
se Sesto los vecinos.

(Que era sacerdotisa
del templo y sacrificio,
y aun emulaba en todo
al sacro numen ciprio.)

Vióla el gran concurso
de los solemnes ritos
brillar, único asombro:
vióla, y quedó perdido.

Y a la deidad del templo,
con el nuevo, excesivo
ardor que le abrasaba,
frenético le dijo:

”Gran diosa de Citera,
de Pafos y de Gnido,
esta mortal belleza
es tu traslado vivo.

Perdona, pues, si a ella
tus mismos cultos rindo
y si un traslado adoro
equívoco contigo.“

Oyó Venus sus voces,
oyólas el dios niño,
y decretaron ambos
venganzas y castigos.

¿Tanto el enojo puede
en animos divinos?
¿Un lenguaje del alma
ha de ser un delito?

Dígame el que conozca
a Venus y a Cupido
si es más cruel la madre
o es más cruel el hijo.

Qué sé yo: cruel la madre,
crüel y vengativo
es el hijo, que ejerce
tiránicos caprichos.

Miró tierno Leandro,
habló amante, instó fino,
ya mudo, ya elocuente,
con ojos y suspiros.

Oyóle Hero con pecho
ya tímido, ya esquivo,
mas poco a poco un fuego
la entró por los sentidos:

un fuego que es veneno,
un fuego que es martirio;
si es martirio y veneno,
¿Cómo es apetecido?

De una torre en la playa
el murado recinto
de esta sacerdotisa
era albergue y retiro.

Allí, cautos, sus padres
del concurso y bullicio
este bello tesoro
guardaban escondido.

Mas contra amor, ¿qué muro
será seguro asilo
si todo lo penetran
sus vencedores tiros?

Leandro enamorado,
resuelto y atrevido,
los rellanos allana,
desprecia los peligros.

Pasar nadando ofrece
del uno al otro sitio,
prometiendo himeneos
nocturnos y furtivos…

El joven en la playa,
arrojando el vestido,
a las ondas entrega
con intrépido brío,

y alternando de brazos
y pies el ejercicio,
ágil y diestro rompe
el ímpetu marino…

Fuese el favor del numen
o fuese el norte fijo
del farol, que ya cerca
vio arder con grato auspicio,

o fuese amor, que suele
con prósperos principios
atraer los amantes
a infaustos precipicios,

Cobrando nuevo aliento
a esfuerzos repetidos,
afierra de la arena
el suelo movedizo.

Allí a guardarle sola
su fina esposa vino,
y al verle tiembla toda
de susto y regocijo.

”Ven, esposo - le dice -,
llega a los brazos míos;
para exponerte tanto,
¿cómo ha de haber motivo?

Amor venció tan duro
insólito camino.
¿Cómo vienes? ¿Qué numen
tu conductor ha sido?“

Así diciendo, enjuga
los restos del rocío
salobre que del cuerpo
corrían hilo a hilo,

y a la torre le guía,
aliviando el prolijo
afán con oficiosos
brazos entretejidos.

Entretanto Himeneo,
volando en torno, el vivo
sagrado fuego enciende
de sus nupciales pinos.

Pero antes que saliese
el astro matutino,
ya volvía Leandro
a su confín nativo.

Así todas las noches
por el silencio amigo
iba nadando a Sesto,
centro de sus cariños…


En fin, salió una aurora
con ceño y desaliño;
siguióse triste día
en tenebroso Olimpo.

La noche añadió horrores,
y para más cumplirlos
dio licencia a los vientos
Éolo, su caudillo…

Leandro, en tanto, triste,
anhelaba ver tranquilo
el mar, y ya calmados
los vientos enemigos.

Pero al fin, impaciente,
cediendo a su destino,
fuese a la playa, y de esta
manera habló consigo:

”Corazón, ¿qué te espanta?
¿Qué importará que, tibios,
huyamos de una muerte
si de otra morimos?“

Dijo, y de su arrestado
amante desvarío
impelido, se arroja
al mar embravecido.

Y a pesar de su furia,
contra los torbellinos
lucha con fuerte brazo
por no poco distrito.

Pero ya se redoblan
del Aquilón los silbos,
levanta el mar sus olas,
aumenta sus bramidos.

¡Ay, mísero Leandro,
ya con dolor te miro
contiguo a las estrellas
y al Tártaro contiguo!

Agotadas las fuerzas,
sin aliento, sin tino,
y del farol amado
el claro norte extinto,

viendo por todas partes
presente a los sentidos
de la pálida muerte
el bárbaro cuchillo,

a las ondas se vuelve
trémulo y semivivo,
hallar piedad pensando
donde nunca la ha habido:

”Ondas, si darme muerte
es decreto preciso,
no a la ida, a la vuelta
matadme a vuestro arbitrio.”

Las crueles ondas niegan
al ruego oídos
y le sepultan dentro
de su profundo abismo.

Entonces, exhalando
el último suspiro,
tres veces a Hero llama
con lamentable grito