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Jaime Garc�a Terr�s
Letanías profanas
En oleaje caviloso digo
los nombres de la grey, los nombres pardos
y los candentes. Digo Santiago, Pedro, Juan;
el signo de la madre plácida
entre nublados laberintos;
la fama quejumbrosa de los sacerdotes;
los apodos rebeldes que suscita la horda.
Oh denominaciones, oh ruido.
Arroyos al dolor, amor que nos rodea siempre vivo
en un alba de voces. Oh mundo compartido,
este decir nosotros, llamar a cada uno
por el carnal rumor que lo designa,
convocar a los labios la multitud esquiva.
¡Cantad, cantad en mí, diferentes hermanos!
Con la llaga de aquel y la cobarde
mansedumbre del otro, con la sábana
del moribundo, los desprecios, la sed infatigablemente
purificada, con el frenesí disperso
allí donde siembra el agobio su cuchillada sacia,
urda mi boca los peregrinajes
al despertar común; y fúndase en la salva
mi soledad abierta, soledad partícipe.
Formas de cuantos sois conmigo
dentro del coro unánime: Saúl, un carpintero
cualquiera, dedos que redimen
la sumisión del árbol. Veneran, sortílega.
María, forastera de gráciles asombros.
Generoso, tal grave capitán de navío.
Jerónimo, verdugo sin historia. Más los
otros, amargos o felices,
ágiles, depravados, inocentes, vencidos,
escoria de la cárcel o vagabundos tenues,
Santiago, Pedro, Juan. Y tú, velado amor
por quien surte mi lengua muchedumbres
y devociones; nombre feraz de cuya música
se derraman conjuros incesantes.
Resonad en la blonda cúpula del otoño.