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M�rgara Russotto
Cilicios, cruces, azotes, mordazas
¡Señor ten piedad!
Para un solo instante
es mucha la turbulencia.
Es húmeda la espalda del jardinero
al final del día
y hasta mí se desliza su cansancio
que me enternece
y pierde.
Hasta aquí llega
ardiente y fresca
la sombra de su cuerpo
y como alfombra de eucaliptos
me descansa.
Es con vapores que me envuelve.
Arden sus manos
que cantan
al apretar con suave firmeza
la tierra.
También sus dedos
que en gentil armonía
se hunden,
como si desbrozara de raíces
una amada cabellera.
¿Qué clase de fineza es la suya,
Señor?
¿Por qué me habla?
¡Ten piedad, Señor, y atóntame!
que el tanto ver me ciega
y me ha embriagado
de tempestuosa intimidad
su viril espera.
¡Amánsame!
Ciérrame este cuerpo
todo espasmos
pura boca hambrienta que se abre
se frota
sacude
Ten piedad
Ten piedad