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Marosa Di Giorgio



Está en llamas el jardín natal (fragmentos)



1


Fui desde mi casa, a la casa de los abuelos, desde la chacra de mis padres a la chacra de los abuelos. Era una tarde gris, pero, suave, alegre. Como lo hacían las niñas de entonces, me disfracé para pasar desapercibida, me puse mi máscara de conejo, y así anduve entre los viejos peones y los nuevos peones, saltando crucé el prado y llegué a la antigua casa. Recorrí las habitaciones. Todos estaban felices. Era el cumpleaños de alguien. Por los cuatro lados habían puesto jarritas de almíbar y postales. En medio de la mesa, una exquisita ave, un muerto delicioso, rodeado de lucccillas. El abuelo que siempre estaba serio, esta vez se sonreía y se reía; y antes de que bajase la tarde, me dijo que fuera con él al jardín, y que iba a mostrarme algo. Ya allá arrojó al aire una moneda; yo la vi rebrillar, al caer se volvió un caramelo, del que, enseguida, salió una vara larga y florida como un gladiolo, a cuya sombra yo me erguí, y que creció aún más, después, y duró por varias semanas.
Yo soy de aquel tiempo,
los años dulces de la Magia.


3


Una tarde en que llovía misteriosamente sobre las cosas, y andaban por el jardín los cangrejos con su piel patética, y los hongos venenosos echaban un humo gris, y habían venido las vecinas, al través de las plantas todo mojadas, de los tártagos de ásperos perfumes, a visitar a mi madre, y estaban, de pie, riéndose, cada una con una langosta en el hombro, verde, brillante, recién caída del cielo, un caracol de azúcar; pero, sin darse cuenta de nada, se reían, y mi madre les contestaba riendo. Las vecinas con sus altas coronas de piedras de agua, parecían unas reinas salidas de la laguna, de lo hondo del pastizal.
Y yo, sin rumbo, allí, avanzaba, retrocedía, iba hasta la casa, salía, mirando pasar la lluvia, las nubes, la historia del jardín.


9


Una noche desperté sentada en el lecho, helada, en esa casa donde me habían abandonado hacía tanto tiempo. Y él, ya estaba entrando, por tres ventanas, a la vez, su triple presencia; le vi el mantón como una cauda, un ala, un rostro desierto. Mi pequeña faz se congeló. Pensé en conjurarlo de algún modo, exorcisarlo; tal vez, algún efluvio de la infancia le detuviese, un grito, pensé en recuerdos, platos blancos, sábanas blancas, oréganos, violetas. Tal vez, pudiese fingir que era más grande y desafiarlo. Pero, él estaba allí, erguido, como tres caballos. Inmóvil, e impaciente; en sus tres lugares.


10


A veces, cuando el verano se volvía demasiado intenso -era todavía una niña, en la edad del huerto-, armábamos los lechos, fuera; entonces, todo parecía tan extraño. Mis familiares volaban un poco; pero, luego, se adormecían; yo quedaba escudriñando el cielo; por entre las estrellas, las antiguas naves seguían su lid. O me sobresaltaba el galope de un caballo a lo lejos, muy a lo lejos, el ladrido de los perros, en un lugar sin nombre, su eterno canto. Y estaban la hierba salvaje, el orégano, la violeta, la gallina blanca que pone un huevo negro, tal vez, desde allí -quizá- saldría un perrito, una criatura humana; un viejo pariente podría resucitar de allí.
Pero, más allá del hechizo familiar, todo se cumplía otra vez, la noche era infinita y azul y las naves partían. A la guerra de Troya.


11


El zapallo estaba allá, pesado, quieto. Parecía una luna antigua y perfumada. El mismo de cien años antes y el nacido ayer. Las luciérnagas, rompían a cada segundo el aire inmortal.
Salía humo de las dos casas. De la de él, con picos rojos; de la mía, con torres negras. Era la hora de los panes y de la lámpara. A veces, nos huíamos de nuestros padres -él y yo- y tomados de las manos íbamos al través del aire oscuro hacia el pie del huerto, a besarnos levemente, arriba de los labios.
El zapallo estaba allí, dormido a todo; pero, al vernos, daba un salto.