Corazón,
te pareces a las grandes ciudades.
En ti viven hombres soberbios y terribles.
Sobre tus altas torres de silencio
dejan su protesta.
Nada les detiene. A veces huyen a sus habitaciones
y se esconden de la noche.
Acaso tiemblan
su miedo, su hambre o su miseria.
Surgen violentos y desgarran el día.
Caminan por calles amplias
y se paran a ver las vitrinas. Compran
un anillo, una flor, un libro y lo llevan a la novia.
Esperan. Yo no sé qué esperan.
Van de casa en casa, de palabra en palabra.
Matan el tiempo. Les divierte
el cine y abrazan a la multitud cuando el the end
pone sus puntos suspensivos.
Están ahí, lo saben. Van a la oficina,
miden su odio, pesan su amor, escriben su tedio
y esperan.
Sonríen, claro. Sonríen. A ratos
-hay que decirlo-
son felices: reciben una carta
y el amor les llega por correo.
Inventan una canción y la silban por la calle.
Cuando alguien les descubre, la guardan,
la esconden entre las camisas nuevas.
No lloran. Miran caer la lluvia y les basta.
Mueren un día. No importa,
han muerto muchas veces. Alguien va al entierro,
deposita unas flores.
Un amigo dice una oración como quien
echa tierra al viento:
era bueno, ayer le vi, hacía versos
y se murió de solo.
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