Son ya las seis y media y es domingo. Febrero
trae uno de sus días soleados y dulces
en los que ya se siente rozar la Primavera.
Desde este mirador veo Córdoba: sus torres
y sus casas bañadas en el sol de la tarde,
con un silencio apenas roto por unos pájaros
o por llantos de niños en las casas cercanas.
A veces toda la ciudad vibra entera
y el aire es dulcemente rasgado
por la campana de un convento que toca a Vísperas.
Primero es el Císter, luego la Encarnación,
lejos se oyen apenas Santa Isabel y el Corpus.
Después viene el silencio a dominar de nuevo.
Por la campiña se vuelve el aire tenuemente violeta
y en la sierra los montes oscuramente azules,
¿acaso no es la tarde como una nueva aurora?
San Jerónimo cubre su perfil de naranjas.
Un rumor de caballos sube desde la calle.
Las campanas repiten su llamada insistente
y los pájaros huyen de las torres. El Ángelus
se extiende en toda Córdoba entre sol y silencio.
En la blanca azotea de un convento apartado
del mundo por ligeras celosías de madera,
una monja recoge las ropas ya secadas.
La última campana ha cesado. Imperceptiblemente
la tarde va dejando jirones de sí misma
en las cumbres más altas de Sierra Morena.
Lejos hacia Granada las luces van huyendo
y ni un rayo de sol queda ya en los tejados.
Los jardines ocultos van despertando al frío
y de un balcón oscuro surge un rumor de música.
La noche viene lenta casi como la muerte
que se espera, no llega y de pronto ha llegado.
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