Cuando nació Gabriel
dormí en su sombra caudalosa, en su letargo
de visiones. Pero se resquebró
el codicioso anillo de mis complacencias.
Se oscurecía el jaspe de su rostro.
Comenzó todo a teñirse de destellos:
el paisaje precipitado tras las casas
que limitan nuestro patio,
la tapia que se cierne descuidada
por sobre la gravilla,
los azulejos que celebran conciliábulos
por hacer menos cruento a abril.
Dentro, las lenguas amarillas de las lámparas
hurgan por entre las ranuras del parquet.
Hay un grato olor a incienso
y a hierbas aromáticas
que esparce hirviente la vigilia.
Cuando nació Gabriel huyeron los siniestros
personajes que en la niñez se aferraron
a mis linfas. Derrote la añoranza
de lo que quedaría sin hacer
o sin remedio. Se inicio una aventura,
un rumor insondable de mitos
de ascuas de amapola
de gráciles refugios mas acá del horizonte.
Cuando nació Gabriel todo se recubrió
de aureolas y de mirra
de pálidos dibujos y relentes secretos.
Todo fue Mahler y trébol y eclipse sonoro.
Todo fue el soplo indomable
del ardor que se derrama
desde la estoica solidez de los jarrones.
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