Volvía a casa entre disparos y engañadas multitudes
ciegas en su tormenta, amado pueblo mío.
Qué trágico, qué duro, qué cruel nuestro destino
de arar sobre el mar y que la luz te enlute.
Desasosiego físico, que podía palpar
como un dolor de muelas en el alma,
me saturaba el cuerpo: zozobra que era náusea,
entre certeza y duda de tu verdad mañana.
Yo soy mi pueblo ciego con los ojos abiertos.
Mi pueblo luminoso embarrado de sombra.
La realidad y el sueño, la raíz y el lucero.
La guitarra que siembra la semilla del alba.
Por igual me dolían la bala y el herido.
Tu día levantaba sus blancas torres altas
lúcidas de esplendor, oh recio pueblo mío,
si tu noche invadíame con pirámides truncas.
Sólo soy la guitarra que canta con su pueblo.
Aliento de su barro mi voz suya.
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