A su primer suspiro,
nadie tendió la mano;
sólo el abismo.
Después mil brazos
corrieron al auxilio,
pero ya entonces
ella no quiso.
Corría ya.
Se deslizaba por el ventisco
glaciar abajo,
lanzada,
pero guardando el equilibrio.
Siempre reflujo abajo,
más aprisa, siempre en vuelo, casi en vilo.
Tú acelerabas, vértigo;
acelerabas tú, racha de siglos.
¡Dios mío!
¿Acelerabas
tú mismo?
Quillas contra el viento
sus mellizos,
cabellera de relámpago asido.
¡Miradla!
La miraban. Un solo guiño
de los obscuros lobos
le despojó el vestido.
Allá quedó,
jirones, el armiño.
Lo demás,
siguió, se fue en un grito.
No el suyo.
Más no digo.
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