En sus mármoles y sus bronces
parecía la Chacarita
aquel viejo café del Once
con orquesta de señoritas.
Allá íbamos muchas tardes
una barra de juvenilia
a escucharlas desde el oscuro
reservado para familias.
En su palco las señoritas
repetían con todo esmero
pasodobles y rancheritas
que no daban para el puchero.
Eran rubias, llevaban flores
en el pelo y en la cintura.
Se movían como muñecas
con tristísima compostura.
Nadie supo de qué naufragio
las salvaba el conservatorio
para así ganarse la vida
de lloronas en un velorio.
Una noche se hicieron humo
de su palco descolorido
y tomaron, violín en bolsa,
un tranvía para el olvido.
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