No he sido nunca linda -tal vez quise ser alta-
y la piel de mis hombros se acentúa morena
(al decir esto, claro, una verdad resalta:
que tampoco mi espalda ha de ser de azucena).
No tuve grandes ojos, y ahora aún me falta
el gracioso caer de ondulada melena;
tampoco es mío el rosa que reanima y esmalta
las mejillas y labios, con tono de verbena.
Se dice que subyuga por lo manso mi acento
-puede que a fuer de cauto alcance a ser ternura-,
un eco susurrante del jardín bajo el viento,
pero quien describiese con justeza mi traza
verá cómo responde toda la arquitectura
al tobillo delgado de la mujer de raza.
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