Preséntase San Goar y suspende la capa
en un rayo de sol, al suponerlo un «palo»,
pues que no advierte cómo desde un cristal escapa,
satisfecho, después de encontrar tal regalo.
Del haz de luz -entonces- el atavío cuelga,
frente al mirar atónito de todo circunstante
que conviene en silencio, ya que la duda huelga
al ver aquel prodigio que tiene por delante.
San Goar nada ve: obediente se inclina
ante el Obispo trémulo que se ha quedado mudo
y para quien el Santo la información termina.
Luego -y mientras testigos lanzan voces a coro-
de la percha de luz, toma, con un saludo,
la capa que lo envuelve en un halo de oro.
Volver a Marilina Rébora