Mediodía perfecto en Egipto. Antínoo duerme.
Diríase barbilampiño, algo rubio de sienes,
hábilmente depiladas sus piernas para hacer
más lenta y reiterada la caricia de Adriano.
Su cuerpo, apenas un botón de miel salvaje,
un cervatillo de oro bajo la faz del sol.
Entre los cuernos de Isis observó Ra
su belleza. Viera tan sereno y soberbio
adversario dulcemente dormido a la sombra,
que su celo desgarró la lona del toldo,
la cúpula sofocante del aire, quemando
con un rayo el ánade tibio de su pecho.
Quedaron a un costado, mudos, desencajados,
los ojos de Adriano, tristes como yeguas
que ahuyentar quisieran la muerte del amigo.
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