Sed antigua abrasa mi corazón de lentitudes.
En música y llanto mi ubre roída de pastor.
Tumbas de aguas y sueño,
soledad, nube, mar.
Doncellas en flor, cementerio de estrellas,
cuadrúpedos hambrientos de paloma y de espiga,
en náusea y en fuga de amargos pobladores oscuros,
mineros desertores de la luz insaciable.
Cráteres de lluvia. Volcanes de tristeza y de hueso,
despojos de pupilas y hechizos desgajados.
«Me gustas como una muerte dulce...»
Arrebatado. Sido. Aurora y espanto de mí mismo.
Viejos valses con calavera de violín
en la cintura de capullo con sol ciego de ti.
«Pero me iré...
debo irme... pues el jardín no es leopardo aún
y tu caricia una onda vaga tan sola
en los suelos secretos del atardecer...»
Canes misteriosos devoran mi perdón.
Mi distancia se pierde en las columnas de tu abril jovencito.
Cero. Vorágine. Desistimiento.
Nueva generación de hormigas dulces cada agosto.
Viento y otoños por los puentes romanos derruidos.
Golpeo a puñetazos besos de miel y desesperanza
en pavesas radiantes de futuras abejas.
Veintisiete años agonizantes
sonríen largamente a lo lejos.
Buceo. Soles y órbitas indagando los cubos del olvido.
El misterio. Eso siempre.
El misterio a las doce en punto del día
y en su centro de asfalto
yo
impertérrito.
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