En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el
revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo
imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable
contra el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido
por las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared
final del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado
Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de una
historia baldía,
refracciones falaces que surgen del olvido cuando lo
roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo
de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un viaje
erróneo
-cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo
el mundo-
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por
un nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un
ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa
de toda partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arra-
sadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expia-
ción;
no transformes tus otros precarios paraísos en páramos
y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la año-
ranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que
elegiste.
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