Una enorme caravana
de hormigas vino por mí
y yo, ufano, le entreabrí
mi carne, losa liviana.
Mi carne, mi soledad,
donde el hormiguero ha echado
-como Dios, por el costado-
raíces de libertad.
Lástima que la razón
me haya devorado el pecho:
hay hormigas que no han hecho
la primera comunión.
Al verlas llevar en hombros
noticias de mi persona,
la Muerte se contorsiona,
respira por mis escombros.
Al verlas ir y venir
conmigo en hombros no sé
si me reconoceré
cuando acabe de escribir.
Yo soy éste y soy aquél
que una hormiga misteriosa
esconde al doblar la losa
de una hoja de papel.
Estoy en un cuarto oscuro
donde el aire a veces riela
si pregunto por Stella
o Lezama enciende un puro.
La realidad me fatiga
como una lápida bajo
la cual no existe otro atajo
que huir de hormiga en hormiga.
Huelga que se les reclame:
muerte es civilización.
Yo tengo por Partenón
la osamenta más infame.
No me trajo una cigüeña
ni me aborta el desvarío
de un cesto arrojado al río.
Soy una larva que sueña.
El largo confinamiento,
la piel que cae a jirones,
los huesos, como bastones,
todo será alumbramiento.
El hormiguero germina
a la altura de mi ombligo
y se alimenta conmigo.
Soy un feto que alucina.
En la penumbra las cosas
parecen a medio hacer,
no ha caído Lucifer,
los planos son mariposas.
¡Ah las sombras enemigas
que proyectan en mi cuarto
la silueta de un lagarto
que, cual Dios, duerme en las vigas!
¿Quién me transporta, señores,
quién me arrastra, quién me lleva
por el iris de esta cueva
a más altos resplandores?
No me pregunte ningún
cristiano por qué me aferró
a presumir de este entierro.
Soy una fosa común.
Volver a Orlando González Esteva