Tu cuerpo dormido me lo dice todo,
como el mar de aquella tarde que no volví a ver.
Y yo te miro como si te mirara un muerto,
como si hoy fuera la noche. La única noche.
Yo no quiero que me descubra el sol aquí,
como siempre,
a la orilla de tu piel,
cansado, tembloroso, colgando de la última nota de tu voz,
cayendo de la última nota de tu voz.
No quiero que sea mañana;
no quiero que sea otro día y otro y otro,
avanzando, rodando,
buscando el camino de uñas
que dejamos atrás
para intentar volver a nuestra piel.
No hay regreso, aurora, todo empuja hacia adelante,
y todo lo que somos pertenece a la duda.
No quiero que amanezca.
No quiero saber si hay algo después de ti;
no quiero saber si detrás de tu cuerpo hay otra vida:
no es cierto, no la hay.
No quiero que amanezca.
Esto es lo mismo que la paz.
Hace un rato,
cuando nuestros ojos eran brazos
y nuestros brazos se hundían hasta las raíces,
me pedías que hablara.
Yo sostenía tu cuello para que supieras.
¿No te basta este silencio de mil voces,
esta palabra envuelta en piel de niño,
este látigo de aire?
Ay, aurora,
si supieras,
si pudiera yo decir esa palabra,
esa nota que me trago, que te doy y que tú cantas;
si pudiera decir tu voz, tu perfume, tu mirada
¿Cuánto dura tu piel en mis manos?
Mis manos: he aquí los espejos de tu cuerpo.
Pero estás dormida.
No quiero despertarte.
Dormida eres lo mismo que un árbol,
más grande, más alta;
caen de tu cuerpo estrellas, hojas de lluvia.
Eres como una gran ventana hacia la luz,
hacia el milagro,
hacia la vida.
Dormida eres como la huella de ti misma
y estás así, silenciosa, como las huellas.
Mientras la noche avanza,
te cristalizas más
y estoy seguro que de pronto,
por los rincones de tu piel,
te brotará la luna.
Volver a Ricardo Dávila Díaz Flores