La hija acompañando
a la madre
cuya primavera
ha pasado,
es como el verano
acompañando al invierno.
El calor y el frío
dialogando.
Policromos vasos de vidrio
con vuelos de holanda y tersuras de pollock.
El hosco Cernunnos en la corteza del árbol.
El rizoma lucíneo
apaciguado en la sombra.
La hija, su perfil de pez
flotando entre las hojas centelleantes.
Su vientre prometido y postergado.
La madre lejos, hablando
ya como desde lo invisible:
la lenta locura del rezo.
Madre e hija ensoñadas en la tregua,
gastadas por lo inmemorial del uso,
como instrumentos
de flagelación indolora.
Madre e hija bajo los vestidos
perennes e intercambiables.
Música para nada.
Follaje para ningún animal,
simplismo de los estamentos.
Los distraídos loci danzando
como locas lentejuelas
alrededor de la boca.
Vergüenza de la estrella.
Agua, del manantial a la boca.
Entrecuerpo victorioso
sobre el altar de la reminiscencia.
Vaciado del jarrón en el torneo
inefectuado: manos
más que silenciosas yendo
de un sobreentendido a otro
sobreentendido. Alegres
comadres de Windsor bajo los almendros.
Y la lluvia que no llega.
Después oscuras rimando se separan.
Hoy no es hoy. Lo muy difícil,
lo casi divino
de esa risa,
de ese abanico pequeño o juego
de cartas en el cuenco
de la mano: mandarín chino
de porcelana, budha de jaspe
sobre rubí enmarcado
por dos mil años terriblemente
sencillos. Simpleza de la espada.
La plata azul, la seda de los ojos.
El canto de la primavera.
Los muslos de oro del mirlo
subiendo desde el occipucio
de nieve. El prepucio blanco del tordo
cortado por la brevedad del hacha.
La risa del decapitado
en las uvas hinchadas del invierno.
Senos de rosas dulzonas
bajo el esternón lechoso de Roxana.
El espantoso chirrido de la sierra,
el mundo que avanza
y retrocede: oh el astuto.
Mientras cae el aceite (la manteca)
sobre la mano castigada,
bruñida por el eterno retorno.
Coral de niña, abierta
como una O franca,
sin siesta, sin fiesta.
Pura matria jugosa sin ola.
Pero adentro está la ola
agazapada.
Adentro está Jonás, el elusivo,
acariciando las barbas de ballena,
y cada caricia es un estremecimiento
de marfil que une los dos polos
como dos ígneos pájaros desconocidos,
dos oficiantes que sacrifican y desgajan
en la elocuencia masturbatoria de la ceniza.
Coito: in-tro-i-to.
Erotizadas escaleras de limo
por las que resbalan las máscaras uxinas,
los sentidos primariamente dobles,
el chronicon y la palmatoria.
Era -dice la madre- en Valcamónica.
En el desierto estas cosas no suceden
-dice la hija.
O así dijeron
los que desde el principio lo vieron
con sus ojos.
Aproximaciones huecas.
Húmeros secos, chupados
hasta la médula.
Madre e hija: pez y anzuelo.
Magnolias en el sextángulo pedregoso.
Próximas como invierno e infierno.
Remotas, azules
o casi azules. Purpúreas
y quizá marmóreas.
Oh corazón.
Cuán desesperado.
Lo perenne: esta cabeza
dolora e incolora,
este dia-logos ilíneo,
absurdo
como baile pontifical.
Natural placentario
por el rabillo del ojo resbalando.
Rayo de moribundia
(sirtos, sirtes, sistros)
como el pan sonriendo
al vuelo,
el horno absorbiendo el falo.
Fathomless -mastica, tritura, traga,
glute y deglute, absorbe y reabsorbe-
la hija glándula,
quieta en la locura divina.
La madre hablando muerta
entre flores muertas.
Muerte floral del vientre
abierto en dos como la flor de mayo.
Llegando instantánea a todo corazón,
al corazón del Todo.
El blanco temblor del ojo,
curvo, continuo y ciego
ante el semblante callado de la noche.
Adiós, muchacha.
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