El polvo cumple su final descanso.
A lo lejos, insectos antiquísimos,
cadáveres que flotan al arbitrio del cenit.
La ceniza de flores, nunca antes mancilladas
por la vista o el olfato, urde serpientes
que al chocar entremezclan sus perfumes,
su nostalgia de pétalos. En la arena
el sol deja morir fulgores líquidos,
señala con desgano el paradero de la brisa,
la púrpura mortaja que extiende la marea.
Una libélula incuba su progenie
en la oreja del náufrago; sobrevuela esa boca
repleta de sargazos y feroces astillas.
En el torso, la canícula esparce
larvas que destruyen los desiertos,
cicatrices en un álbum de pupilas.
En esta procesión de luces reventadas
en dunas, como en senos amargos,
la sangre tiene forma de murciélago.
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