La noche llora racimos de cielo
en su pliegue, de su sangre,
en el vértice mismo de su manto
con llamas negras como lágrimas.
La noche besa en incierto paso
al tiempo que surge entre la niebla.
Recóndita, la voz oscura
se asoma al precipicio.
Camina en círculos,
abrasando el nivel del agua.
Crea líquenes
al respirar su mismo aire.
Su piel es la fiebre que asola las luciérnagas,
el latido manso
de un árbol que cimbrea tempestades,
el matorral confuso de las horas.
Inclemente,
se arroja al disturbio de las voces,
palpa los pechos cenagosos del ayer,
irrumpe con el gatillo de la nada.
Y duerme,
perdido el miedo a la tiniebla,
en la pureza de sus días.
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