Con un cadáver a cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.
Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos...
Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
Allá lejos, en la sombra,
el aullar de los perros
y el efímero rezongo
de los nostálgicos ecos...
Sopla el puelche. Una voz dice:
-Viene, hermano, el aguacero.
Otra voz murmura: -Hermanos,
roguemos por él, roguemos.
Calla en las faldas tortuosas
el aullar de los perros;
inmenso, extraño, desciende
sobre la noche el silencio;
apresuran sus responsos
los pobres angarilleros,
y repite alguno: -Hermano,
ya no tarda el aguacero;
son las cuatro, el agua viene,
roguemos por él, roguemos.
Y como empieza la lluvia,
doy mi adiós a aquel entierro,
pico espuela a mi caballo
y en la montaña me interno.
Y allá en la montaña oscura,
¿quién era?, llorando pienso:
-¡Algún pobre diablo anónimo
que vino un día de lejos,
alguno que amó los campos,
que amó el sol, que amó el sendero,
por donde se va a la vida,
por donde él, pobre labriego,
halló una tarde el olvido,
enfermo, cansado, viejo.
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