Poemas de Carlos Pezoa Véliz
- A una morena
- Al amor de la lumbre
- Cuerdas heridas
- El perro vagabundo
- El pintor Pereza
- Entierro de campo
- Fecundidad
- Nada
- Tarde en el hospital
- Teodorinda
Seleccionamos del listado de arriba, estos poemas de Carlos Pezoa Véliz:
A una morena
Tienes ojos de abismo, cabellera
llena de luz y sombra, como el río
que deslizando su caudal bravío,
al beso de la luna reverbera.
Nada más cimbrador que tu cadera,
rebelde a la presión del atavío...
Hay en tu sangre perdurable estío
y en tus labios eterna primavera.
Bello fuera fundir en tu regazo
el beso de la muerte con tu brazo...
Espirar como un dios, lánguidamente,
teniendo tus cabellos por guirnalda,
para que al roce de una carne ardiente
se estremezca el cadáver en tu falda...
Nada
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo... ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban... Entre sus papeles
no encontraron nada... los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Una chica dijo que sería un loco
o algún vagabundo que comía poco,
y un chusco que oía las conversaciones
se tentó de risa... ¡Vaya unos simplones!
Una paletada le echó el panteonero;
luego lió un cigarro; se caló el sombrero
y emprendió la vuelta...
Tras la paletada, nada dijo nada, nadie dijo nada...
Cuerdas heridas
A una rubia
Semejante al fulgor de la mañana,
en las cimas nevadas del oriente,
sobre el pálido tinte de tu frente
destácase tu crencha soberana.
Al verte sonreír en la ventana
póstrase de rodillas el creyente
porque cree mirar la faz sonriente
de alguna blanca aparición cristiana.
Sobre tu suelta cabellera rubia
cae la luz en ondulante lluvia.
Igual al cisne que a lo lejos pierde
su busto en sueños de oriental pereza,
mi espíritu que adora la tristeza
cruza soñando tu pupila verde.
Tarde en el hospital
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
El perro vagabundo
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.
Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.
Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.
Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.
Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.
Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.
En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.
Entierro de campo
Con un cadáver a cuestas,
camino del cementerio,
meditabundos avanzan
los pobres angarilleros.
Cuatro faroles descienden
por Marga-Marga hacia el pueblo,
cuatro luces melancólicas
que hace llorar sus reflejos;
cuatro maderos de encina,
cuatro acompañantes viejos...
Una voz cansada implora
por la eterna paz del muerto;
ruidos errantes, siluetas
de árboles foscos, siniestros.
Allá lejos, en la sombra,
el aullar de los perros
y el efímero rezongo
de los nostálgicos ecos...
Sopla el puelche. Una voz dice:
-Viene, hermano, el aguacero.
Otra voz murmura: -Hermanos,
roguemos por él, roguemos.
Calla en las faldas tortuosas
el aullar de los perros;
inmenso, extraño, desciende
sobre la noche el silencio;
apresuran sus responsos
los pobres angarilleros,
y repite alguno: -Hermano,
ya no tarda el aguacero;
son las cuatro, el agua viene,
roguemos por él, roguemos.
Y como empieza la lluvia,
doy mi adiós a aquel entierro,
pico espuela a mi caballo
y en la montaña me interno.
Y allá en la montaña oscura,
¿quién era?, llorando pienso:
-¡Algún pobre diablo anónimo
que vino un día de lejos,
alguno que amó los campos,
que amó el sol, que amó el sendero,
por donde se va a la vida,
por donde él, pobre labriego,
halló una tarde el olvido,
enfermo, cansado, viejo.