¡Madre, madre, aquí estoy. Cuando la suerte quiso,
como bohemio errante dejé tu paraíso
y fui de gente en gente
y fui de Corte en Corte;
de los soles de Oriente a las brumas del Norte;
pero ni el sol ni el hielo
de ti me tuvo ausente;
el azul de unos ojos me hablaba de tu cielo,
lo diáfano de un verso evocaba tu ambiente
y en el más crudo invierno, un soplo de fragancia,
aromas de tus campos me trajo a la distancia.
Hoy, enfermo y cansado, temí que mis despojos,
con las manos cruzadas y cerrados los ojos,
llegaran hasta ti; por eso vine antes,
para mirar de nuevo tus estrellas radiantes.
Cual si fuese un fantasma, ya mi sombra se aúna
a la de los sabinos del bosque milenario en las
noches de luna.
Ayer no estuve ausente; hoy, qué importa que muera.
Sobre tus verdes campos una estación impera:
invierno, otoño, estío, aquí son primavera.
Arrópenme con tierra tus manos amorosas,
el rictus de mi boca han de borrar tus besos,
la savia de mi carne y el polvo de mis huesos
renacerán en rosas.
Madre, madre, no llores. Si mi cuerpo sepultas
y ves brotar zarzales, será, ¿no lo adivinas?
que mis penas ocultas
renacen en espinas;
pero también en flores.
Madre, madre, no llores:
símbolo de mi vida
será mi corazón una zarza florida
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