Cierro los ojos. Me arrastra el sopor hacia los territorios de la fiebre y, mecánicamente, limpio mis dedos pegajosos de semen en la trama del mosquitero.
Oigo a lo lejos el mundo de mi madre, su andar entre las brasas, su diálogo con el rencor que le acompaña: hablan de mi padre, de la mujer que tiene, de su risa, que suena como tromba de flores pisoteadas.
Con el silencio fijo en el vacío pienso en los tigres de Mompraeem, en las redondeces de Paura, en un jonrón con tres hombres en base.
Afuera está la herida pero no quiero salir a su encuentro, debo continuar enfermo siempre, sin tener que bajar a tierra, sin enfrentarme a nada ni a nadie, ni siquiera a las piernas de Paura ni a un campo de béisbol ni a la luna llena del espejo.
Hoy, apunto en el cuaderno de bitácora, empieza el fasto de los grandes viajes. Y el ave Roe emerge a los pies de mi lecho.
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