La primera mujer que recorrió mi cuerpo tenía labios de maga: labios verdes y azules, con sabor a fruto silvestre, con señales indescifrables como la miel o el aire.
Muchas veces incendio mis cabellos con siete granos y siete aguas, cOn ensalmos que sonaban a campanillas de barro, con nubes de copal que se mezclaban al embrión que recorría mi frente coronada por ramos de albahaca.
Toda la noche ardía la pócima bajo mi cama.
Al día siguiente, un niño nacido después de mellizos la arrojaba al río, de espaldas, para no ver el sitio donde caía ni el vuelo repentino de los zopilotes.
Entre tanto, mi madre me contaba lo que Colmillo Blanco no sabía de la nieve y el recuerdo del mar era un espejismo bajo las sábanas.
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