Sentado al borde de la cama, es decir, al borde del abismo, miro el suelo distante que me espera. Lo toco con la punta del pie como se toca el agua de un estanque: lo siento helado y ríspido, frágil y plagado de nudos, como la mano al sol de un viejo artrítico.
Doy mis primeros pasos sobre la cuerda floja de la convalecencia. Camino hacia la luna del ropero, miro mi palidez de azogue, mi cabello revuelto y largo, las cuencas inhabitadas de los ojos.
Se tienden hacia mí apoyos que desprecio. Huele a flor de naranjo el espesor del día.
El arroyo ha dejado de ser un rumor, un fétido carcelero, la amenaza del fin del mundo.
El cielo, de un milagroso azul doliente, se recorta detrás de los tejados y de la copa del tamarindo.
Una alondra me dice que estamos en primavera.
La calle es un largo delirio hacia el futuro.
La casa, una pompa de jabón frente a una espina.
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