Única criatura, la claridad
extiende sus raíces en la línea
horizonte de la calle vacía,
bautizando al color por su apellido:
azules infantiles, verdes lluviosos,
ocres enamorados, húmedos blancos
que son frontera con la sábana tibia,
el olor a café, la primera caricia,
y el roce de la muerte que, temprana,
teje precipitada la túnica del barro.
Dando razón de luz al carbón de la sombra,
el sol va señalando a la fachada
su destino de noche aún distante.
Dormidas las persianas, amarillo
despierto de septiembre, un visillo
entretiene su frágil esqueleto
en el lento columpio de la brisa,
mientras Mrs. McLaughlin siente un escalofrío,
protegida por Gato (y una buena ginebra)
y comienza a leer la última edición
del New York Times, cuando tan sólo son
las siete menos cuarto, en la recién
creada mañana del domingo.
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